La obesidad no tiene que ver exclusivamente con la cantidad y la calidad de la comida que comemos. Cierto. Hay factores genéticos o el padecimiento de otras enfermedades. Pero los factores socioeconómicos y culturales tienen mucho peso en un problema de salud pública que se ha agravado en las dos últimas décadas de manera alarmante en España: se calcula que alrededor del 17% de los españoles sufren obesidad y en torno a un 37% padece sobrepeso, cifras que se han triplicado desde los años 70.
El Ministerio de Consumo se ha propuesto limitar la publicidad infantil de alimentos insanos como el chocolate, los pasteles, las galletas, los zumos o los helados por su alto contenido en sodio, azúcares, edulcorantes, grasas y ácidos grasos saturados. Pero Agricultura se opone y la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) recomienda la “autorregulación” en lugar del veto. En cualquier caso, Garzón trata de matar moscas a cañonazos: basta por pasear por los pasillos de cualquier supermercado para comprobar que resulta muchísimo más barato llenar la cesta con alimentos ultraprocesados y perjudiciales para la salud que aquellos recomendados por los sanitarios.
La inflación desbocada está provocando estragos incluso en la compra de las familias de rentas medias (que son las que importan a la clase política por su capacidad de movilización frente a las familias en situación de vulnerabilidad, ocupadas y preocupadas en sobrevivir y ocultadas, cuando no expulsadas, del espacio público). Copio y pego: “Más de la mitad de los consumidores consultados por la organización de consumidores Facua (en diciembre), el 50,9%, reconocen haber reducido el consumo de pescado en los últimos 12 meses o haber reducido la calidad del que compran en el 80% de los casos”; “entre las 5.000 familias consultadas en diciembre por Facua, el 29% reconocían haber reducido la compra de fruta y más del 25%, la de verduras y hortalizas”; y “el 33% de las familias sustituyó los frescos por conservas, mientras que el 19,8% recurrió a los ultra procesados, cuya frecuencia de consumo de entre uno y tres días en semana aumentó más de cinco puntos porcentuales hasta al 17,9% en el último año”.
La desigualdad mata lentamente en muchas ocasiones. Como ésta. Con las personas obesas pasa como con la pobreza en general: quien tiene la despensa llena y colchón económico, suele mirar con desdén a quienes sufren sobrepeso o cobran el subsidio porque “se inflan a bollos” o no “quieren trabajar, que trabajo hay”. Basta un paseo por la infame galería de prejuicios en las redes sociales. No hay fórmulas mágicas, desde luego, por las endiabladas dinámicas del capitalismo imperante y la economía global. Pero tampoco hay valentía en el Gobierno de coalición de izquierdas (a la derecha, en este debate ni está ni se le espera) para poner coto a las prácticas delirantes de la industria alimentaria y los abusos de las cadenas de distribución, cuyo apetito lucrativo es insaciable. Pero no olvidemos que la obesidad y sus comorbilidades reducen la esperanza de vida y suponen un sobrecoste de unos 3.000 millones al año al Sistema Nacional de Salud: peor que nos cobren bolsa.