Este es el caso de Sevilla como ciudad, confirmado por una bibliografía extensa y firmada por autores consagrados de todos los tiempos, sevillanos y foráneos. No es gratuito que gran parte de la gente que nos visita desee volver y que muchas personas que llegan de paso, opten por quedarse a vivir aquí, incluso modificando sus sistemas de vida y profesional anteriores. Tampoco esto es una novedad en la historia de Sevilla, y podríamos citar ejemplos significativos que se pierden en la noche de los tiempos. Pero si además de sentirnos íntimamente satisfechos de nuestro lugar de nacimiento o residencia habitual deseamos amar nuestra tierra, nuestro mundo natural o adoptivo, y a las gentes con las que compartimos el hábitat ciudadano, tenemos que procurar conocerlo mejor en sus raíces. No se puede amar lo que se desconoce.
Sevilla es la suma de muchos amores. Los ciudadanos de finales del siglo XIX pudieron conocer una síntesis suficiente de nuestro pasado con facilidad. Existen las bibliografía, cartografía, iconografía y hemerografía necesarias. Y al conocer la ciudad y sus gentes en los hitos históricos, apreciamos mejor la herencia recibida, la podemos disfrutar con más provecho, pese a los grandes destrozos sufridos en el patrimonio creado por las generaciones anteriores, que han supuesto pérdidas enormes y sin posibles recuperaciones. Recordemos los ochenta y tantos conventos e iglesias derribados en el último tercio del pasado siglo.
Es verdad que, si en Sevilla, que posee uno de los cascos urbanos históricos más extensos de Europa, se hubiera conservado tan sólo la mitad del patrimonio cultural acumulado hasta finales del siglo XVIII, ahora sería esta ciudad un monumento total, una excepción en España y en el Continente por sus edificios emblemáticos civiles y religiosos, por la arqueología, por las obras de arte, y por la documentación disponible. Pero el siglo XIX fue una terrible pesadilla para la ciudad.
La invasión francesa, las desamortizaciones, los derribos indiscriminados, la venta de obras de arte y de documentos y libros, más los efectos destructores de la incultura y la incuria, han expoliado la mayor parte de los tesoros acumulados durante centurias.
Lo peor es que la primera mitad del siglo XX le fue a la saga en ese afán destructivo. Entre 1950 y 1975, veinticinco años que fueron la edad de oro de la piqueta, sobre todo en el período 1961-1975, fueron destruidos más de quinientos edificios simbólicos, representativos de las Arquitecturas del Modernismo, el Regionalismo y el Racionalismo. Fue la obra genial de una veintena de arquitectos de leyenda, enamorados de la ciudad. Unos arquitectos y unos promotores que al filo de la Exposición Iberoamericana de 1929 realizaron desde 1909 en adelante una obra de recreación de la ciudad que cambió su panorámica. Puede decirse que Sevilla entró en el siglo XX con un cuarto de siglo de retraso. Todo lo contrario que sucedió con la Exposición Universal de 1992, que adelantó el siglo XXI casi cuatro lustros.
Pero entre medio de ambas exposiciones, la ciudad registró la mayor y más significativa metamorfosis urbana y arquitectónica del siglo XX, nació la ciudad del Tamarguillo. Se crearon casi doscientas urbanizaciones que ocuparon todos los vacíos que presentaba el plano de 1946. Una nueva Sevilla, pero salvo en ciertos casos, una ciudad que nada tenía que ver con la anterior. Se construyó muchísimo, pero sin modelo de ciudad. Basta pasear por las barriadas nacidas en los años 60 y 70 para comprobar que no hubo un criterio a seguir. Arquitecturas eclécticas que cambiaron la faz de Sevilla. Y puede comprobarse esta afirmación en el nuevo edificio del Banco Urquijo en la entonces avenida de José Antonio Primo de Rivera, o en el edificio del Casino Militar.
Ahora mismo casi podemos decir que lo único que representa a Sevilla en su aspectos urbanos y arquitectónicos, a la Sevilla que tanto amamos, es lo que los árabes llamaron el mejor cahiz de la Tierra, es decir, la zona que enmarcan el Real Alcázar, el convento de la Encarnación, el Palacio Arzobispal, la Catedral y el Archivo General de Indias. Es decir el enclave de las tres plazas, Triunfo, de los Reyes y Santa Marta… El resto de la ciudad, su marco histórico entre murallas, ya está perdido casi en su totalidad. ¿Qué nos queda de la ciudad del XVIII, la de Pablo de Olavide?
Sevilla no tiene decidido su futuro y ya estamos en el Tercer Milenio. No existe un modelo de ciudad. Hay tramos para bicicletas y zonas peatonales. Son parches. Pero la inercia es imparable. Las ciudades tienen “cuerpo” y “alma” y suman ambos el carácter ciudadano. De manera que la idiosincrasia sevillana es el resultado de la tradición, de los valores acumulados durante centurias por las realidades urbanas y arquitectónicas más la población, el factor humano. La arquitectura representa el “cuerpo” de las ciudades, y los habitantes son el “alma”. Ambos son inseparables en la valoración del carácter ciudadano, del ser y estar de los sevillanos.
De ahí que los habitantes se sientan dañados en sus sentimientos ciudadanos, cada vez que la ciudad pierde carácter en su urbanismo y arquitectura históricos; cuando se deteriora o desaparece su patrimonio residencial y urbano más querido, más entrañable y vinculado a su generación. Cada derribo de un antiguo edificio, y más aún cuando se trata de inmuebles emblemáticos, ya por su fábrica y estilo o por las vinculaciones históricas y ambientales, por su localización y entorno, produce heridas invisibles en el alma de la ciudad, en sus habitantes. Heridas que aunque cicatricen con el tiempo, dejan huellas eternas en la conciencia ciudadana.