"No me gustan las entrevistas porque siempre tengo dificultades para recordar qué mentiras conté en la última". Rocío Jurado.
Antonio David Flores bien podría ser un ejemplo de lo que la sociedad entiende por un vividor, en su derecho está de haber elegido tal oficio e igual tiene alguno otro sesudo oculto y se pasa las noches diseñando cohetes. A saber. Pero de él lo conocido es que supo casarse siendo un jovenzuelo con la heredera universal de la más grande y, una vez rota la cosa, rentabilizar y hacer oficio de esa ruptura paseándola por platós de televisión a lo largo de dos décadas, logrando con ello establecer un nivel de vida que ni en sueños hubiese soñado como Guardia Civil o similar y que es lo máximo que el destino le tenía reservado hasta que se topó en su camino con la ahora tan odiada por él Rociito. Por delante, por tanto, su legítima y reprobable condición de vividor, al nivel de la de tantos otros profesionales de ese sector elevados por una audiencia, muchas veces masiva como es el caso, a la que gusta engullir basura reflejo de una sociedad que presta mucha atención a las miserias de los demás. De Rociito lo primero que se puede decir, y puede ser que lo más importante, es que su nombre, como palabra llana que es y formada por cuatro sílabas con vocal tónica en la segunda, NO lleva tilde en la segunda i.
Dicho esto, lo sucedido estos días en torno a la serie documental iniciada por Tele 5 y aireada por todos esos espacios que viven de mancillar la privacidad de los demás es un reflejo de hasta qué nivel puede llegar a degenerar nuestra sociedad, de un modelo terrible capaz de denunciar a cualquiera estableciendo juicios paralelos, de sentenciar en horas a un individuo sin que éste abra la boca ante el peso de las desconsoladas lágrimas de una señora -Rociito sin tilde- que, según parece, ha sido diagnosticada por un trastorno mental, que puede ser causa de un maltrato o no, que no mantiene relación alguna con sus hijos, no se habla con sus primos, ni con el viudo de su madre, tampoco con la viuda de su padre, más o menos con nadie de su entorno familiar y que acusa de todos los problemas de su existencia a su presunto maltratador, Antonio David, "esa persona de mente demoníaca" en palabras de Rociito pero a la que ella, de forma voluntaria, le dio la custodia compartida de los hijos a cambio de una sociedad con un capital de 20.000 euros y llama la atención -mucho- que una madre deje a sus hijos la mitad del mes en manos de un ser tan deleznable. Ese vividor del que se separó hace más de 20 años y que ha sido juzgado -parece- por cuatro tribunales de violencia de género sin ser condenado por ninguno de ellos. Pero eso no cuenta ante el morbazo de la historia. Y Tele 5, que se ha pasado años diciendo que la mala era ella en su programación basura porque había que ver a esta madre que no movía un dedo por estar con sus hijos, ahora produce una docu-serie de doce capítulos por el que dicen le ha pagado un millón de euros para que cuente su versión entre lágrimas y congojas y que, dicho sea de paso, conmociona a cualquiera. Un auténtico show.
Y, cuidado, si dices cualquier cosa que se aparte del testimonio de ella o sencillamente mantienes la precaución de que no puedes pronunciarte porque no conoces los hechos y porque hay una cosa llamada presunción de inocencia, mientras no se demuestre lo contrario, y otra que es el Estado de Derecho, es que eres un cerdo machista y entonces las hordas feministas te prenden fuego por cómplice, violento y a saber qué cosa más. Para rematar el espectáculo interviene en directo hasta una ministra, Irene Montero, y declara su apoyo a la mujer, llamando "maltratador" a quien tiene cuatro sentencias que han dicho que no hay pruebas. Ministra. De locos.
Y el país entero frente a la tele comiendo pipas porque como no hay gente en los estadios de fútbol y hoy en día no se puede tirar de los toros como hacía Franco para que el pueblo olvidara el hambre y la guerra porque lo de la tauromaquia está muy mal visto, nos endiñan un dramón de corte culebrón a la española en horario de máxima audiencia para que nos olvidemos, quizás, de otros pequeños asuntillos, sin importancia, del estilo de que estamos en primavera, semi confinados aún, sin ninguna fiesta a la vista del tipo Semana Santa o ferias y al ritmo de vacunación que llevamos nos quedamos, otro año más, sin verano, sin turistas, sin producir un leño que sostenga el hambre de tantos y tantos autónomos. Eso así, tenemos un presunto maltrato por episodios con Rociito y Antonio David de entretenimiento nacional. Una a lágrima viva y otro poniendo ceros a lo que pedirá en sus múltiples querellas y en sus próximos paseos por los platós: igual se hace otra serie. Y después hablará cada uno de los miembros de la familia, amigos, vecinos y dependientes del supermercado donde iban a comprar, todos previo pago de cantidades que ya desearían estos autónomos que sueñan con el regreso del turismo.
La sociedad degenera, seamos sinceros, cuando uno de los programas estrella es presenciar como parejas se ponen los cuernos. ¿O no? Cuando una productora paga un millón de euros y monta un show de juicio popular porque sabe que a un gran público le cautiva ser juez y condenar porque condenar activa -quizás- la hormona de la serotonina y debe ser que así se compensan frustraciones propias. Qué cultura tenemos que espectáculos como este de Tele 5 no nos parece, en general, una obscenidad reprobable y nos obliguemos a respetar al Estado de Derecho, a las vidas privadas de personas que no conocemos, a valorar cuatro sentencias exculpatorias. Aunque exculpen a un mamarracho. Si el conjunto de la sociedad tuviese esta cultura, no valdría un millón de euros o cuanto sea que hayan pagado por esto que vemos.
La violencia de género es absolutamente reprobable, un delito que hay que perseguir, condenar y erradicar, pero hacer política con ello debería serlo también. Y hacer caja con ello también. Y saltarnos la Constitución cuando no nos gusta el resultado de su aplicación también. El circo romano cuyo público disfrutaba viendo a leones masticar esclavos, las crucifixiones, la inquisición con las quemas en hogueras que el pueblo vitoreaba, la lapidación pública de mujeres supuestamente infieles, entre otros métodos de la historia, se ven sustituidas en las sociedades teóricamente avanzadas por los juicios paralelos populares y linchamientos públicos provocados por determinados medios, donde de un día para otro se puede destruir la imagen y, lo que es peor, la vida de personas -hombres y mujeres- sin conmiseración y, aún más grave, sin pruebas.
Dolores Vázquez Mosquera fue declarada culpable por buena parte del pueblo español -los que gustan de erigirse en juez desde su casa-; la TV y muchos medios la presentaron como la asesina indiscutible de Rocío Wanninkhof. Cuando los nueve miembros del jurado se sentaron por primera vez en la sala ya tenían en su cabeza el veredicto que iban a emitir. Tras el juicio, sólo dos mostraron dudas sobre la culpabilidad de Dolores, los siete restantes votaron culpable sin pestañear y el juez la condenó a quince años de cárcel. Más tarde el caso dio un vuelco al resolverse el asesinato de Sonia Carabantes y descubrirse que el ADN del asesino coincidía con el encontrado en pruebas del caso Wanninkhof. Dolores estuvo diecisiete meses en la cárcel y su vida, su mente y su dignidad sufrieron un daño irreparable. Dolores no fue víctima de la violencia de género, fue víctima de la crueldad de esta sociedad y de la falta de respeto al Estado de Derecho y a la presunción de inocencia, alimentado desde la cuenta de resultados de productoras. No hubo después docu-series ni programas que contasen lo que injustamente sufrió y mucho menos que indujese al público a sentirse un poco responsable de su sufrimiento. Dolores vive hoy olvidada en Betanzos, Galicia, después de años de auto destierro en Londres. No volvió nunca a trabajar. La Guardia Civil no reconoció que se había equivocado con ella. No recibió indemnización del Estado, solo la mínima de unos 40 euros por día de cárcel. Y ni La Justicia ni los medios de comunicación ni nadie jamás le pidieron perdón.