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Martes 26/11/2024
 

La verdad os hará liebres

La ciudad naturaleza

Nos ha costado trabajo, pero parece que poco a poco vamos tomando conciencia y consciencia colectivas del valor paisajístico y natural del entorno de Jaén

  • La ciudad naturaleza. -

Nos ha costado trabajo, pero parece que poco a poco vamos tomando conciencia y consciencia colectivas del valor paisajístico y natural del entorno de nuestra ciudad. Este atractivo no es algo nuevo, evidentemente, pero lo teníamos completamente olvidado, ya que somos muy propensos al olvido de uno mismo, como recomendaba el Kempis, tan leído antaño durante la cuaresma. En general, los jaeneros somos enfermizamente propensos a infravalorar lo nuestro, a menudo por falta de lecturas. Y es que hay dos formas muy cercanas de paletería: una consiste en pensar que todo lo nuestro es lo mejor; la otra, creer justo lo contrario. Aquí siempre hemos elegido la opción B, pero ambas exigen como premisa imprescindible la incultura. O sea, la ceguera.

Ya en las más antiguas crónicas medievales que se conservan, escritas por autores arábigos, son continuas las alabanzas al enclave natural de la ciudad de Yaiyan. En muchas de ellas se pondera la abundancia de manantiales, también dentro de la población —“que corren por debajo de sus muros”—, la fertilidad de sus pagos, la belleza de sus campos, la opulencia de sus “jardines y vergeles” a la sombra del gigante montañoso llamado Cuz, como dictó el geógrafo Al Idrisi, el Estrabón de los musulmanes. “Oh vosotras, las dos palmeras de Jaén, por Alá, sed propicias a un exiliado (…) Suspira bajo vuestra sombra y su corazón está en rehenes de las bellezas que quedaron en Jaén”, escribió Ibn Abi Rukab en el siglo XII, y los cristianos se refirieron a aquella como ciudad “abondada de todos abondamientos” en la Primera Crónica General (léase “Yeneral”, que suena más propio de la época).

La capital de nuestra provincia es bisagra natural entre la Sierra Sur y la campiña olivarera, pórtico de Andalucía la Alta; su visión para el viajero es la de una ciudad-icono (catedral, castillo, montes) abrigada de colinas calizas y bosques de coníferas, en las que menudean ejemplares de caza mayor y menor. La grisura de las peñas aflora en mitad de sus calles más pinas, camino del alcázar, y los veneros de agua gélida anegan sus entrañas, porque aquí siempre ha llovido desde el suelo hacia arriba. La sierra ocupa una extensión muy amplia de su término municipal, aunque nunca ha llegado a culminarse el proyecto de declararla parque natural: intereses particulares de determinados colectivos (intereses electorales, en consecuencia) lo han venido impidiendo. Pero quien conoce Otíñar, los Cañones o Jabalcuz no necesita etiquetas que los definan; lo único que necesita es regresar cada cierto tiempo.

Siempre me ha sorprendido que en el contexto rural de la ciudad no proliferen los negocios turísticos de este tipo. Es cierto que los hay y su número va en aumento, pero estoy convencido de que existe un amplio margen de desarrollo de este modelo de negocio. Y no sería mala idea recuperar algunas de las antiguas caserías, con ejemplos de arquitectura especialmente valiosos, cuyo deterioro paulatino es cada vez más lacerante, a causa de esta incapacidad colectiva para conservar y valorar a tiempo nuestras riquezas patrimoniales. En ellas habita una belleza que, como afirmó Borges (ese ciego lleno de luz), es el misterio hermoso que no podrá descifrar nunca ninguna ciencia.

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