En el vagón, la chica del pantalón vaquero y las sandalias nuevas leía un libro y parecía escuchar música al mismo tiempo. Escribía mensajes a la velocidad del vértigo el chaval del chándal azul y las zapatillas de deporte con los cordones abrochados caídos a un lado del pie y, en ese instante, dos señoras con camisetas de una empresa de limpieza se afanaban en contarse la última hora de sus respectivos bloques con el volumen elevado y el pelo recogido. Ambas estaban enojadas, como siempre. Eran las ocho. El metro viajaba entre las estaciones de Cavaleri y San Juan Alto. El cielo andaba a lo suyo y ya empezaba el calor a besar el alquitrán de la carretera del Polígono Pisa. Allí, abajo, la ciudad más hermosa del mundo.
El caballero que no le cede al sitio a la mujer de la bicicleta y la mochila no se aseó correctamente esta mañana, se nota. Le suele pasar. La humanidad está pendiente de sus teléfonos móviles y yo estoy leyendo una novela que ganó el Ateneo de 1985, una obra dedicada a El Greco. Página 85. Vivo en mi mundo. Mi organismo se acostumbró a leer de pie, en movimiento, y a calcular mentalmente el tiempo que hace falta para llegar a Puerta Jerez sin que nadie me avise. Todo están en orden, incluso el nudo de la corbata del hombre que todos los días se sube impecablemente vestido y ocupa la misma esquinita. Siempre pienso que, como yo, no se sienta para no restar un posible asiento para alguna mujer.
Está hablando en mi mente la mujer de El Greco. De repente, alguien me dirige la palabra. Tardé unos segundos en salir de la historia de mi libro -me cuesta correr deprisa entre dos mundos- y atender a la persona que me hablaba.
“Perdóneme, yo siento mucho molestarle y no pretendo que deje de leer pero necesito decirle algo y no me voy a quedar con las ganas, así es que si no le importa…” Tendría más o menos mi edad, posiblemente algo más, miraba directamente a los ojos y, aunque le noté cierta inquietud, se mostraba seguro de lo que hacía. “No se preocupe, dígame lo que necesita, no me molesta”.
Fue entonces cuando, en un vagón de metro, volvió a tener sentido mi profesión, nuestro esfuerzo, los desvelos, aquel sueño que tuve de niño y que hoy es una realidad. El caballero pareció tomar algo de aire y mirándome con mucho respeto (así lo entendí) aseveró: “Tengo que darle las gracias por el programa de anoche porque usted ayer me hizo muy feliz”. Y sonrió. Dibujó una mueca de despedida y, visiblemente satisfecho por lo que acababa de hacer, se dio media vuelta y regresó a la parte central del vagón, se agarró a la barra a la altura del timbre de aviso de parada y siguió mirando pasar el paisaje. El paisaje no pasaba. Es el metro el que se desplaza, pero pasó otra vez el entorno por nuestros ojos y pasó la emoción con la naturalidad de la vida misma, en su curso, con su temple.
Aquel hombre era feliz. Y yo, mirando al Guadalquivir, más que él.