Somos dolmen. Puede que le asombre, pero nuestra Andalucía es la tierra de los dólmenes; habitamos un primigenio y ancestral territorio megalítico, tan importante como desconocido.
Repito, somos dolmen. En ninguna otra región existen tantos, ni tan soberbios ni hermosos,como los nuestros. Y nosotros, sin enterarnos. Pensamos que los dólmenes reinan sobre paisajes celtas, brumosos y nórdicos, sin percatarnos que quizás nacieran bajo nuestro sol y desde aquí conquistaran los verdes paisajes bretones. Vivimos juntos a ellos y no los vemos; descendemos de sus constructores y lo ignoramos casi todo sobre nuestros ancestros. Sin embargo, desde hace siete mil años - los más antiguos -, cuatro mil - los más modernos -, estuvieron siempre ahí, poderosos y pacientes, esperando un reconocimiento que sólo hoy empiezan a percibir. Porque comenzamos a rescatar a los dólmenes del injusto olvido al que los sometimos durante miles de años. Arqueólogos que los investigan, divulgadores y novelistas que los damos a conocer, visitantes que se asombran en sus penumbras, regresamos todos seducidos por su arcano y misterio.
Somos dolmen. Las grandes piedras de la prehistoria jalonan toda nuestra geografía. Y como muestra, un botón:Menga, Patrimonio de la Humanidad, que se encuentra en Málaga, en Antikaria – ciudad de los antiguos – hoy Antequera; La Pastora, en Valencina de la Concepción, en Sevilla, el gran desconocido; El viejísimo Alberite, en Villamartín, puerta de la serranía gaditana; El dolmen de Soto, en Trigueros, Huelva, con sus guerreros grabados y dibujados en sus piedras; Los Millares, en Almería, la sorprendente ciudad calcolítica de Santa Fe de Mondújar; La necrópolis de las Peñas de los Gitanos, en Montefrío, Granada, con sus más de cien dólmenes silentes; Las necrópolis megalíticas de Gorafe, en Granada, suspendidas sobre el espectacular barranco del río Gor; El dolmen de la Sierrezuela, en posadas, Córdoba, recientemente abierto al público o los misteriosos dólmenes del Círculo de Piedra del Collado de los Bastianes, en Jaén. Y podríamos enriquecerlos con nuestras tierras vecinas, como el de Lácara en Badajoz, los de Alcanar en el Algarve o los de Évora en el Alentejo. Grandes catedrales de la prehistoria que nos anclan a la naturaleza que nos sustenta.
El dolmen – mesa de piedra, en el antiguo bretón – más allá de su colosal arquitectura, posee una fuerza inmanente que percibe quien lo visita. Enclavado en lugares de fuerza, fueron utilizados con frecuencia por construcciones posteriores, como iglesias o palacios, herederos de su prestigio y poder. En el sur de Portugal podemos visitar las Antas-Capelas, los dólmenes reconvertidos en ermitas, aunque el caso más espectacular de asunción del espíritu del dolmen lo encontramos en la iglesia de Santa Cruz, en Cangas de Onís, que fue construida por Fávila, hijo de Pelayo, sobre el dolmen principal de los asturcones, hoy perfectamente visible. La Hacienda de Ontiveros, en Valencina, alberga un gran dolmen bajo sus cimientos. Somos dolmen e, inconscientemente, bajo su fascinación evocadora permanecemos.
En nuestro siglo digital regresamos al dolmen, vórtice energético de las fuerzas naturales. Por eso, crecen – para sorpresa de muchos – los ritos que en los solsticios se celebran ante el dolmen. Ritos de vida y fertilidad, ritos telúricos y ancestrales, que nos retrotraen a nuestra prehistoria. Fuimos dolmen y, miles de años después, dolmen somos. Porque así de caprichosa es nuestra historia; porque así de misteriosas y fascinantes son tanto la literatura que escribimos comola vida que creemos vivir, entremezcladas íntimamente bajo los cielos y las grandes piedras de nuestra Andalucía ancestral.