El problema por tanto, no es estrictamente científico sino moral, filosófico y ese es un terreno resbaladizo en este caso concreto. Confieso que no tengo la certeza de nada y esa certeza, cuando se está hablando de una vida, me parece absolutamente indispensable. Pero resulta desolador que se adopten posturas extremas tanto por una parte como por la otra. La campaña de la Conferencia Episcopal no me parece de recibo por razones obvias: no se debate sobre si se ayuda o no –si se mata o no– a un niño rubito y que gatea. Pero te vas a la otra parte y escuchas decir a la ministra que se trata de “un conflicto de intereses entre la madre y el hijo, el bienestar de la madre frente a la vida del hijo” y claro, si quien va a decidir dice estas cosas, es como para echarse a temblar.
Pero sería un error gravísimo reducir el problema a una cuestión de fe, de creencias religiosas, a un conflicto iglesia-estado.
Pero hay problemas colaterales al debate central que sí resultan discutibles: la edad, por ejemplo, para tomar la decisión de forma individual, el famoso cuarto supuesto que es totalmente hipócrita tal y como está en la actualidad y, sobre todo, el hecho al parecer poco discutido de que se admita la “interrupción voluntaria del embarazo” (un eufemismo más) en el caso de malformaciones en el feto; porque admitir esto es tanto como negar la condición de “persona” a alguien que padezca una grave discapacidad. Así de sencillo. Así de brutal.