En estos días le he dado muchas vueltas a lo ocurrido en esta semana a una pareja que deseaba bautizar a su hija y que, por no cumplir con las leyes de la Iglesia, le ha costado sudores, y aporrear muchas puertas, para al final lograr que un sacerdote de Punta Umbría cumpliera con su labor, supuestamente, salvar su alma con el bautizo y formar con ello parte de la Iglesia católica.
En estos tiempos, aún me resulta raro observar ese racismo católico que se ejerce en el seno de una religión que en teoría estaba abriendo un nuevo rumbo. Aún recuerdo el pasado año, cuando el Vaticano avalaba que transexuales e hijos de parejas homosexuales podían ser bautizados, aunque con ciertos matices y ese tufillo de discriminación latente: “No son como nosotros”. Por cierto, fue un hecho histórico que hacía falta en esta arcaica religión de rancio abolengo, que requiere de esa evolución y adaptación a estos tiempos para no aislarse de una sociedad que evoluciona y está más centrada en vivir que en lo que ocurrirá tras la muerte.
Resulta sorprendente que un servidor de Dios, con todo lo que implica dicho concepto, niegue la supuesta salvación de una pequeña, al igual que me resulta inconcebible que se le niegue la asistencia a un inmigrante en cualquier otro país por ser oriundo de otro continente. En base, es el mismo principio en el que se contradicen las políticas del clero, que marcan claramente esa dictadura sin mirar más allá de las reglas estrictas y sumisas, donde la bondad, el amor responsable, la humildad, la fraternidad, etc., está sujetos a cumplir o no con los designios marcados por los pulcros y señores que deciden desde el Vaticano.
Aquí se olvidan de la otra mejilla, de amar al prójimo o del perdón por saber, o no, lo que hacen… y no tienen ningún pudor en rechazar un alma, por muy inocente que sea. Por suerte para estos padres, siempre hay quien valora la vida desde otras perspectivas y asume que el amor no tiene fronteras, y Dios es mucho más que un dictador sin conciencia.