La historia de ?Las llaves de la Plaza? narra como el hidalgo Narváez engañó al rey Enrique IV
La historia de la ciudad de Antequera nos traslada a conocer las disputas y batallas entre las familias Aguilar y Narváez para hacerse con la Alcaldía de Antequera. La leyenda recogida en el libro Tradición antequerana del poeta y escritor Trinidad de Rojas, cuenta la historia de Las llaves de la Plaza.
Corría el año 1467 cuando el rey Enrique IV se dirigía desde Écija a Antequera con numerosa guardia y lucido acompañamiento. En Écija acababa de nombrar alcalde a don Fadrique Manrique, arrancando la Tenencia y Corregimiento a don Martín de Córdoba que venía desempeñando. Y a Antequera se encaminaba para hacer lo mismo. Había ofrecido entregar a don Alonso de Aguilar la Alcadía de la ciudad, con ánimo de arrebatar aquel cargo al buen Hernando de Narváez, hijo del famoso don Rodrigo.
Conocedor Hernando de Narváez de lo ocurrido en Écija y temeroso de que le sucediese a él, trató de evitar aquel peligro utilizando para sus fines el débil temperamento del rey Enrique. Narváez dio orden de que permaneciesen cerradas las puertas de la ciudad a la llegada de la comitiva regia y al aproximarse el monarca abrió un pequeño postigo y le dijo a su soberano que no podía abrir toda la puerta porque no estaban en su poder las llaves de la ciudad. El rey entró y tras sus caballeros de escolta, se cerró la puerta dejando fuera a don Alonso de Aguilar. Sin embargo, la estratagema ideada por Narváez parecía dar resultado.
El rey pronto se repuso y quedó muy tranquilo al escuchar a Narváez que le aseguraba que nada tenía que temer, que allí era el soberano pero que dentro de sus muros no se albergaban traidores como los que venían en su compañía. Dicho aquello, se encaminaron a la iglesia del Salvador para dar gracias por las prosperidades del viaje.
Lugar enlutado
Pero apenas el rey puso el pie en la iglesia, experimentó una sorpresa mayor y más desagradable que la que había tenido en las puertas de la plaza. En vez de hallar el templo engalanado, se encontró con un lugar enlutado y con la única luz de ocho velones colocados alrededor de un féretro cubierto de paño negro y oro en cuyo centro se ostentaban bordadas, las armas de Antequera y por debajo de ellas, las de la casa y apellido de Narváez. Hombres y mujeres cubiertos de primoroso luto proferían gritos lastimeros. Por las paredes, suelo, altares, presbiterio y bóvedas, se aglomeraban calaveras, esqueletos humanos y signos de muerte. El rey enmudeció y su rostro quedó descompuesto de tal horrendo cuadro.
Hernando de Narváez se dirigió al rey y con respetuosa gravedad le dijo que todas las personas congregadas allí eran descendientes de los valerosos guerreros que defendieron la fortaleza contra todo el poder del monarca granadino, y en el féretro descansaban los restos de don Rodrigo de Narváez, El Bueno. Al decir esto, levantó el paño mortuorio y dejó ver el cadáver embalsamado del primer alcaide de Antequera, en cuyas manos aparecían las llaves doradas de la fortaleza, signo de la Alcaldía.Narváez le indicó que arrancara de las manos las llaves de la Plaza y las entregara a don Alonso de Aguilar. El rey vio cómo se movía el cadáver petrificado y agitaba en su mano la llave de Antequera. Ante tal horror y creyendo verdad todo cuanto allí fingiera la industria de Narváez, cayó al suelo con los brazos en alto y juró que nunca jamás arrancaría a los Narváez el gobierno de Antequera.
Tras el juramento, las losas de los sepulcros se cayeron, se ahuyentaron los esqueletos y se rasgaron los paños fúnebres. Enterado de lo ocurrido, don Aguilar combatió en el campo con Narváez, quien fue derrotado.