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Desde la Bahía

Las semanas en las que es precisa la santidad

Sonarán de nuevo los tambores que hacen del ruido un sonido apetecible, verdadero estímulo para la práctica de artes marciales

Publicado: 30/03/2025 ·
13:47
· Actualizado: 30/03/2025 · 13:56
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Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

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Los actuales no son tiempos oportunos para hablar de religión, lo confirma el destierro al que están sometidas las enseñanzas evangélicas en las aulas. Sí, son tiempos para hablar de Semana Santa. La primavera se detiene, entre inocente y esperanzadora, en que las exposiciones oficiales de estos días sean algo más que decir y publicar a voces una mercancía. La poesía rítmica y rimada, consonante o asonante, no quiere vivir más horas de angustia, al ser suplantada por cosas inútiles, dichas de palabra o por escrito, objeto del ripio, o por la prosa escindida y colocada fraudulentamente en edificio de estructura poética, para que pueda lucir su atrevida y disparatada anarquía, creyéndose por ello libre, pero faltándole en realidad para serlo lo que no conseguirá nunca por la vereda que camina, que es la musicalidad y el deleite.

Sonarán de nuevo los tambores que hacen del ruido un sonido apetecible, verdadero estímulo para la práctica de artes marciales. Los tímpanos ponen a prueba su resistencia.

Cada vez son más los instrumentos musicales de viento que intentan embelesarnos o seducirnos con sus notas más sublimes. Ceras y cirios nos retrotraen a una época en que la electricidad era todavía un misterio sin resolver. Adquieren plateado brillo las pértigas, a las que se le libera del óxido adquirido durante su tiempo de reposo en almacenes. Las campanillas sueltan su imperativo y jerárquico sonido. Las campanas sometidas durante el año a un silencio entre político y social para no producir estrés o controversias democráticas (que diría Rosalía de Castro) liberan ahora su badajo y el timbre metálico que producen es la voz que pide respeto a la religiosidad.

Los templos abren sus puertas, que nunca cerraron, pero en las que no hemos puesto atención, agobiados por el quehacer diario, el resto del año. Se exponen los pasos a la retina de los feligreses. Las manos orfebres, carpinteras, estilistas y creadoras de formas bellas (camareras) son indirectamente alabadas. Los acartonados conos de los capirotes se sienten orgullosos de su figura geométrica. Las túnicas se liberan de su olor alcanforado para pasar a mezclarse con el aire mundano. Hay prisa en calendario y manecillas del reloj para dar la fecha justa. Los roscos dejan su aroma en el paseo y su gusto en el paladar. El trabajo pasa a segundo plano empujado por la efeméride.

En medio de todo el ser humano, desde el crío que succiona el pecho de la madre hasta Jesús y María. No hay que olvidar la naturaleza humana de ambos. Los niños descansan de su seño, aunque lo contrario también es cierto y pasan las horas de asueto pegados a sus maquinitas y en conversación con sus amigos escolares. Los metidos en la pubertad ya plantean en su córtex los diálogos que han de utilizar para convencer a unos ojos azules -o de cualquier otro color- sintiendo el amor a través de un corazón acelerado. Los jóvenes acortan sus diálogos con expresiones como tío, tía o guay en medio de reflexiones sobre estudios, libertad y derechos. Se ha puesto de moda genuflexionarse ante la pareja y ofrecer el anillo como distintivo de amor, aunque este dure menos que el preciado metal. Los adultos célibes sobre la barra del bar hablan de lo problemático que es en la actualidad el tener hogar, compañera e hijos, pero su más frecuente conversación es precisamente sobre los cuerpos que lucen vecinas o compañeras de trabajo. Ellas hablan de feminismo, pero no toleran infidelidades y ni siquiera una mirada persistente de su compañero, ante las prominencias de una fémina. A los mayores les pesa el desfile cofradiero por la enorme carga de recuerdos que soporta. Algunos encuentran en la penitencia la paz que la vida le restringe. Los abuelos, aunque disfrutan con sus nietos, siempre tienen sobre si la espada de Damocles, indicándole que esta puede ser su última salida procesional. Creencia, fe, alegría, vanidad, soberbia, jolgorio, desamor y amor, tristeza y lágrimas forman la “macedonia de sentimientos” en que cada uno tiene su singular sabor.

A la voz de “que viene el paso” todas las miradas se concentran en las figuras inanimadas que soportan. Entre las rudas e irascibles caras de los flageladores romanos, la inexpresiva de Pilatos, la hipócrita de los sacerdotes Anás y Caifás, la triste de las acompañantes de Jesús y el relieve de las lágrimas sobre el bello rostro de una madre se alza la figura de Jesús de Nazaret. Columna, flagelo, clavos y cruz son los símbolos, desgraciadamente reales, que le acompañan. Y siete vergonzosos juicios, siete, que abocaron finalmente a una sentencia asesina, su condena a muerte. Es importantísimo conocer y reflexionar hasta donde es capaz de llegar el odio, la soberbia y la injusticia humana, capaz de exterminar la naturaleza humana de su Dios, pero sería muy importante que no fuera solamente el dolor el que nos lleva a pensar durante una semana en la existencia del Señor, sino que las cincuenta y una semanas restantes del año hubiera algún hueco para conocer, pensar y reflexionar sobre sus enseñanzas religiosas. Sin látigos de tres flagelos, sin madero, sin clavos, sin lanzada y sin sepulcro.

Se para el “paso”, con él la música y el ruido de los tambores se hace casi imperceptible. El pueblo quiere orar y lo hace en silencio mientras en el aire notas procedentes del “quejío” de la voz del saetero, eleva al cielo la plegaria. “Rey de los cielos” se grita como piropo sublime a la garganta encantada. La voz del capataz nos vuelve a la realidad: “Van dos” y cuarenta hombres llenos de fe, de orgullo de lo que hacen y de sentimientos infinitos apoyan su dorso sobre otros maderos con la intención de elevar el paso un metro más o menos, que es la distancia del suelo pecador al cielo soñador. “Al cielo con Él”, grita el turbado capataz y aquella mole de maderas, piezas orfebres, imágenes, luz y cera alza el vuelo entre el aplauso de una multitud sobrecogida y emocionada.

Se abren las puertas del templo. Jesús, su madre y sus fieles acompañantes van a recogerse. La semana finaliza sus últimos minutos. La parafernalia vuelve a sus almacenes. Los bastones de mando se lucirán en otros eventos. Se olvida el pregón, fruto de un solo día. Las imágenes quedan yertas en sus hornacinas. Parece que todo se acaba, pero si el resto del año se visitara el templo con la idea de agradecer a Dios nuestra existencia y su enseñanza y fuéramos capaces de defender la necesidad de la misma en los sitios donde se denigra, quizás estas imágenes no permanecerían inanimadas.

 

 

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