Es absurdo pensar que es motivo de ofensa cuando una persona relata su historia y si son decenas de años los cumplidos, que resalte cada una de las etapas vividas. Comencé exactamente en la mitad del pasado siglo y, tras el llamado entonces “examen de ingreso”, los estudios del antiguo Bachillerato donde fui pionero del nuevo plan de estudio del mismo con dos reválidas, la de cuarto y sexto curso y un curso preuniversitario con examen en la Universidad de Sevilla. En España, guste o no guste, se habían abierto de par en par las puertas de institutos, facultades y universidades. La clase media-baja e incluso un escalón más descendido, en el que quizás me encontraba, podía, si bien es cierto que con enorme esfuerzo de los padres, acceder a estudios medios y si se fijaban bien los codos a la madera de los pupitres, alcanzar la universidad. Mis tiempos de estudiante fueron felicísimos. Nunca olvidaré a los profesores del Instituto Columela de la calle San Francisco de Cádiz. Fue, dejando aparte la familia, el primer “gran lujo” que tuve en mi vida. Sabían, y sabían enseñar lo que sabían, pero lo mejor era la entrega y entusiasmo que en ello ponían. Pude ver a lo largo de estos años, la enorme variación que había surgido en aquel mundo restringido de los estudios. Ya no eran como una especie de herencia, donde los que no la poseían no tenían acceso, sino que ahora el Guardiamarina era hijo de un sargento fogonero, el médico de un ATS o personal ligado a la sanidad. El ingeniero era hijo de un perito o funcionario. El arquitecto hijo de un “maestro de obras”, el letrado era hijo de cualquier tipo de comerciante, el químico lo era de algún empleado de bodega o ferreterías. El carpintero o el obrero de cualquier especialidad ya no pensaban en que su hijo siguiera los pasos de su padre, sino que el niño, si era estudioso, tuviera una carrera. Hubo un salto, no un arrastre por el lodo.
Fruto del esfuerzo de toda esta gama de excelentes profesionales sus hijos consiguieron las más altas esferas del saber y el hacer. La intelectualidad creció y sigue creciendo exponencialmente en este país. Cada día que pasa se tienen más posibilidades, mediante el estudio, la responsabilidad y el amor a la profesión, de ser más perfectos cada uno en su empleo. Tiene su coste, pero merece dedicarle la vida.
Pero no todo es rosa o primavera, hay espinas de gran agudeza y en la vida diaria de un país las cosas no iban a ser diferentes. Creíamos que todo el problema de esta nación estaba en que no teníamos un sistema de gobierno democrático, una plena libertad. Para conseguirlo, pusimos nuestra entonces ciega fe política, nuestra ilusión, nuestra fuerza creativa y un empecinamiento en que las cosas funcionaran de una manera totalmente distinta a lo anterior, horizontalmente, sin verticalidad opresora. Progresismo y libertad dependían de ello.
Pasan los años y las ilusiones no ven posibilidad de pasar a ser realidad. La política más insultante, caótica, vengativa y engañosa se ha introducido en la sociedad y el Estado no deja hueco libre, intentando y consiguiendo intervenir y estar presente en todas las acciones e imposiciones -económicas y de todo tipo-, incluso en los secretos de alcoba de los ciudadanos. Nuestro esfuerzo no ha servido para nada. O hemos malgastado nuestra riqueza de valores o hemos sido arrastrados por un poder y una ideología que no se acierta a comprender.
Los profesionales de las distintas instituciones o empresas oficiales, con gran experiencia y preparación, ven con asombro cómo le aparece un jefe sin la menor idea de lo que está rigiendo, pero que la atrevida ignorancia le hace virar hacia los más absurdos derroteros y hay que poner rostro de “bobo de despachos”, porque otra salida -más justa- nos puede llevar a una salida por la puerta del despido o el destierro. Es cuando se comienza a pensar para qué ha servido tanto esfuerzo, tanta experiencia. Se podría haber llegado a jefe por caminos más cortos y menos relacionados con el estudio. Cuando va a ser posible que los elegidos para cargos sean personas verdaderamente eficaces y conocedores en grado máximo de la profesión que se trate. Este es, en contraposición con el de Cádiz, el carnaval más triste existente.
Las nuevas formas de gobierno democrático tan envueltas en una indumentaria esperanzadora, muestran ahora la horrible cara de la democracia, convertida en leyes/decretos y en uniones de dirigentes, que jamás serán hombres de Estado y ni siquiera ejemplo de personas de calidad, prestigio y vergüenza inquebrantable. Los continuos errores y salvajadas a la Carta Magna son ya innumerables. Ahorrar es palabra funesta. El que consigue mediante este ahorro comprar una segunda vivienda como propiedad que pueda darle mejor nivel económico, parece más que está cometiendo un delito que una prevención para su vejez. La ley de Okupas, que estaba en el programa electoral del gobierno con el firme propósito de ser estos desalojados en 48 horas, preservando al máximo la propiedad privada, es una pura burla en la realidad. Un Gobierno infectado de procesos judiciales por actos presuntamente corruptos, luce su unión “a lo Frankenstein” y da amnistía a delincuentes que, además y por solo siete “monedas en papel de votos”, le ceden la dirección y el mando no solo de su comunidad, sino de todo el país, soportando su risa más burlona. La Constitución en esos momentos se esconde para ocultar su sonrojo. Se quiere aislar a un partido votado por millones de personas, de la vida nacional y se ensalzan a otros que tienen gran empatía con la época más triste y trágica vivida en estos años democráticos. Y ahora, además, transforman el control de fronteras y la política de inmigración en un hecho constitucional, cuando hace escaso tiempo se pensaba y se defendía que era absolutamente inconstitucional y nunca se llevaría a cabo. Está visto y es claramente palpable que el papel en que se imprimió la Carta Magna debió de comprarse en mercadillos ilegales, junto con el de las normas educativas.
Tantas cosas se suceden y casi todas encaminadas en asegurarse el poder quien lo ostenta, para lo que no hay más argumentos que salir de nuestras fronteras y dialogar de modo subordinado con el poseedor de los malditos siete votos o volver de forma despreciable e intolerable a decirle a los ciudadanos lo perverso que fueron los dirigentes previos a la democracia. A los perversos se vencen demostrando justicia y dignidad, a los inútiles abriéndoles la puerta de salida.