Observar lo que ocurre en nuestro entorno, lo que predican y hacen algunos de nuestros gobernantes nos deja la sangre helada. Nos movemos con muchas dificultades entre dolores y delirios, cada cual con sus mochilas, sus estuches, sus recuerdos, sus olores y sus colores.
Pero un escalofrío entre la perplejidad y la indignación nos recorre la piel, cuando quienes han de servirnos y debe ser nuestros leales empleados desde el ejercicio de sus cargos públicos, utilizan los mismos en su propio beneficio y se nos muestran como unos desalmados dispuestos en cada momento a engordar sus bolsillos y adelgazar las arcas públicas.
Cada día se nos presenta un ejemplo de lo que estamos diciendo y las crónicas mediáticas nos lo recuerdan una y otra vez. Mientras que resulta desesperante el incremento de la pobreza, es una provocación escandalosa los que se hacen ricos a costa de la miseria humana.
Resulta inadmisible que quienes han destacado por ser unos chorizos impresentables, vuelvan a ser votados, con el pobre argumento de “roban pero algo hacen” .Es el fatalismo de quienes no ven ningún remedio en la modificación de las conductas de algunos personajes públicos.
Como diría Van Gogh “qué sería de nosotros si no tuviéramos el coraje para intentar cosas nuevas”. Normalmente solemos cometer los mismos errores que criticamos y no tenemos, a veces, el coraje de ponerle límites a aprovechados, agresores y depredadores.
A pesar del error de lo fácil que es triunfar y las tentaciones que surgen en la consecución de cualquier objetivo, debemos superar cualquier atisbo de gandulería y hacer frente a nuestras obligaciones. Muchas veces nos equivocamos pero nunca debemos arrepentirnos de intentarlo de nuevo .y convertir cualquier retirada necesaria en avance y cualquier avance en ilusión.
Entre la verborrea inútil y la rebeldía rentable, sorteamos trampas y hacemos caminos. Se nos hiela la sangre y llevamos nuestra máscara, aunque sepamos que si termina convirtiéndose en nuestro rostro terminaremos siendo unos impostores.
Aunque debamos escuchar a los demás no necesitamos que nos digan lo que tenemos que hacer, pero no podemos vivir permanentemente desconfiando de los otros, ya que si no nuestra existencia se convierte en una tortura.
Nuestras realidades se confunden con frecuencia con las estadísticas, a caballo entre cuestiones preocupantes y peliagudas, lo inenarrable y lo irrepetible: no debemos nunca olvidar que de nuestra autoestima depende en gran parte nuestro equilibrio emocional. Es difícil encontrarnos bien, si nosotros mismos nos vemos mal.
En demasiadas ocasiones vivimos en un clima de ansiedad por la supervivencia de cara al futuro y no nos damos cuenta que apenas controlamos el presente. Muchas veces nos creemos que lo sabemos casi todo e ignoramos los datos necesarios para hacer un juicio certero.
Observamos las cosas y se nos hiela la sangre, porque automáticamente tenemos la tentación de clasificarlas y etiquetarlas. Nos dejamos llevar de atracciones y repulsiones, juergas y jaranas, atrocidades y desvaríos, pérdidas y beneficios, sin reparar que nuestros pensamientos son capaces de cambiar el rumbo de la historia o sacarnos de la oscuridad del desconocimiento.
Lo que no debemos permitir es que nos hielen la sangre, lesionando nuestros valores y sacrificando nuestros principios y enterrando nuestros sueños para convertirlos en pesadillas.