A veces, lo inesperado se encarnabajo el sortilegio de nuestras tabernas. Quizás por eso, hoy, nos visiten los sabios más sabios que sobre nuestro suelo fueron. Vivieron hace ya muchos años y bien muertos están, sin menoscabo alguno para con los pensadores y clientes habituales. Pero aquí están, entre nosotros. Y su presencia no es casual, porque los invité yo tras un encuentro fortuito en un rincón de nuestra luminosa Andalucía.
La semana pasada visité el monasterio de San Isidoro del Campo. Se encuentra enclavado en el actual municipio de Santiponce, muy cerca de Sevilla, en el perímetro justo de lo que fuera la Itálica gloriosa, cuna de los emperadores romanos Trajano y Adriano. El monasterio fue levantado en el siglo XIII por Guzmán el Bueno y su esposa María Coronel, fundadores de la casa de Medina Sidonia, omnipresente en la historia andaluza desde entonces. El monasterio o, mejor dicho, el veinte por ciento del monasterio visitable, es una auténtica joya del gótico-mudéjar, en el que las pinturas murales compiten en belleza con el formidable y posterior retablo de Martínez Montañés. Visita recomendable para hacer con los ojos del cuerpo y del alma bien abiertos, ya que se enclava en un lugar mágico, de honda raigambre espiritual. Y a las pruebas me remito. El monasterio se levantó sobre una ermita mozárabe en la que, según la tradición, estuvo enterrado el mismísimo San Isidoro de Sevilla. Fernando I trasladó su cuerpo a León en 1063. El monasterio se erigió sobre una de las necrópolis romanas, al pie mismo de los espectaculares dólmenes de Valencina y de Castilleja de Guzmán, y muy cercano al templo tartésico del Carambolo, donde apareciera el más formidable de los tesoros desenterrados hasta la fecha. La magia de la historia se condensa en esta esquinita sevillana. No escogió mal sitio Isidoro – sabio entre los sabios y autor de las famosas
Etimologías – para ser enterrado. Quizás, desde su actual morada leonesa, añore la brisa del Céfiro, la sombra del dolmen y la melancolía de los mustios collados itálicos.
Por eso, su recuerdo nos visita, y lo hace de la mano de otros grandes, todos bienvenidos a nuestra taberna de los sabios. Hace ya unos años, leí un manual americano del tipo, “los cien filósofos más importantes de todos los tiempos”. Sólo dos españoles figuraban en el olimpo reseñado, los dos, además, andaluces. ¿Quiénes eran? Pues Isidoro de Sevilla y Averroes, el filósofo cordobés por excelencia. Grandes entre los grandes, apenas si obtienen reconocimiento en la tierra que los vio nacer, el primero por santo y por remoto en el tiempo, y el segundo por moro de la morería. Una chorrada, vaya. Superemos esas fruslerías y centrémonos en el dato. Esa guía – he buscado en mi biblioteca, pero no he logrado encontrarla – a buen seguro que también incluiría a Séneca, que no fue romano, sino también cordobés, como el maestro Averroes. El
dreamteam del pensamiento español de todos los tiempos nació y se crio sobre nuestra tierra y bajo nuestro cielo, encarnados por la magia del talento.
Abandoné San Isidoro del Campo cuando el sol ya ensangrentaba en su crepúsculo el horizonte por San Juan de Aznalfarache. Siglos atrás ese rojo fuego torturó en la hoguera de la Inquisición a varios monjes de San Isidoro, acusado de foco protestante. Pobres desgraciados, víctimas de tiempos de hierro candente. Pero hoy, que tenemos a Séneca, a Averroes y a Isidoro entre nosotros, gracias a la magia de la evocación, no vamos a remover miserias pasadas. Sólo queremos invitarlos a una copa agradecida por la luz que arrojaron sobre las tinieblas de nuestro desconcierto. Sabios andaluces, poetas de la razón, bienvenidos seáis entre nosotros.