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Sábado 23/11/2024
 
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El sexo de los libros

Bertolt Brecht. Del Realismo Socialista al Realismo Sincrético.

Los expresionistas y dadaístas alemanes demostraron la viabilidad de una vanguardia radical con una gran carga de compromiso socio-político que alcanzaba, incluso, manifestaciones de contenido explícita y agresivamente panfletario.

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  • Bertolt Brecht

El II Congreso de Escritores Soviéticos de diciembre de 1954 (hubo allí una serie de pronunciamientos críticos y un cauteloso flujo de aperturismo promovido por algunos sectores inquietos) postuló que el Realismo Socialista debía describir no sólo el presente sino también el futuro.


En la filosofía marxista, desde un primer momento, se había insinuado una deriva idealista vinculada a los pretextos estéticos. El mismo Engels hablaba del “eterno encanto” (ewiger Reiz) que podía tener el arte de una sociedad arcaica. Para Lenin, la Appasionata de Beethoven era “una música asombrosa, divina”, y confiesa que al escucharla le entraban ganas de hacer tonterías (risa floja, bailes, desnudarse, tocarse los testículos). A lo largo de su trayectoria y a pesar de las apariencias, Lukács se dejó arrastrar, consciente o inconscientemente, por un ilusionismo de signo reaccionario. En lo que concierne a la Literatura y el Arte, siempre existía el riesgo de una intoxicación de idealismo y eclecticismo.


El Realismo Socialista llegó a un colapso que fue inevitable; sin embargo —por un efecto paradójico— esa anunciada parálisis permitió conservar una parte de las potencialidades (precisamente las menos desarrolladas) de dicha escuela estética. El relato de la ilimitada felicidad de obreros y obreras trabajando a destajo en las fábricas y en las granjas colectivas (Aufbauthematik, o temática de la construcción [del socialismo]) ofreció unas creaciones decepcionantes y, sobre todo, aburridas hasta el desmayo. Al Realismo Socialista, llamémosle oficial —pero no se olvide que el RS emergió y fue percibido en sus orígenes como una semivanguardia—, le sobró su conversión en una rígida escolástica y le faltó el incitante mestizaje con las vanguardias más integralmente rupturistas, un mestizaje (ulteriormente proscrito) que ya había comenzado a fraguarse en la Unión Soviética en la época de Lenin (bajo el amparo y las directivas de Anatoli Lunacharski) a través de Maiakovski, los futuristas, los constructivistas, suprematistas, neoprimitivistas, etc. Esto habría estado bien, lo que no quita la ineludible necesidad de vigilar (ius vigilandi, ius previniendi) a esa gente de la bohemia y el gaudeamus.


No tanto en la URSS, pero sí más en algunos países de detrás del Telón de Acero (que nunca debió desaparecer) se dieron, con posterioridad, ocasionales versiones un tanto más libres del RS. Repentizando, y al azar, vendrían a la mente la música de Hanns Eisler, la pintura de Willi Sitte o la escritura de Christa Wolf (virgo fidelis de la RDA). No se trata de hacer listas blancas. Hubo creadores que lograron la conciliación y, aunque de vez en cuando tuvieran algunas diferencias con los respectivos politburós y fuesen objeto de paternales amonestaciones, no traicionaron a sus Estados. Aquí se habla de hechos, no se enjuician los hechos, ni ética ni políticamente.


Realismo crítico-social y experimentación formal —al margen de tópicos, malicias e ingenuidades— no tienen por qué ser conceptos incompatibles. Aparte de los movimientos artísticos arriba mencionados, los expresionistas y dadaístas alemanes demostraron la viabilidad de una vanguardia radical con una gran carga de compromiso socio-político que alcanzaba, incluso, manifestaciones de contenido explícita y agresivamente panfletario. Había allí un componente realista: reflejaban la realidad, y la reflejaban figurativamente, si bien por medio de una combinatoria transgresiva, como así mismo la Nueva Objetividad.


El núcleo teórico del Realismo Socialista fue algo aceptable y necesario desde un punto de vista histórico, pero falló por la dirección retrógrada (fetichismo del paradigma narrativo decimonónico), dogmática e inmovilista que adoptó tras el Primer Congreso de Escritores Soviéticos de agosto de 1934 (en el que pudieron oírse las voces discrepantes de Ilyá Ehrenburg y Yury Olesha). La atmósfera se enrareció aún más a partir de la promulgación del Decreto Zhdánov de febrero de 1948. Todavía después del XX Congreso del PCUS y del “deshielo”, el transcurrir de la creación literaria y artística en el bloque socialista se vio sometido a incesantes oscilaciones pendulares relacionadas con la supremacía de la doctrina RS. De inmediato salió a la luz, en 1956, una sinopsis firmada por Jrushchov con el título Por una estrecha vinculación de la literatura y el arte con la vida del pueblo, donde se actualizaban las ordenanzas zhdanovistas. Esto sonó como un trompetazo del Juicio Final.


Sin embargo, no todo fue malo en la línea de rectitud canónica del Realismo Socialista, donde hallamos algunas producciones artístico-literarias salvables, pero cuantitativamente no demasiado abundantes, en el marco de una geometría insólita. Hay novelistas legibles como Gorki, Shólojov, Aitmátov, Henri Barbusse, César M. Arconada, Martin Andersen Nexø.


Se ha dicho que otros, más distanciados de la axiomática, no pudieron sustraerse a la tentación de las aleaciones (“desviacionismos formalistas”), como el converso Louis Aragon (que confirmó con La mise à mort, de 1965, que se podía hacer un realismo socialista experimental, elegante —es decir, tan elegante como burgués— y atrevido); o el Jorge Amado más RealSoc; además de poetas (Yevtuchenko en los estadios; Voznesenski, que fue socialrealista pero a la viceversa, etc.), pintores (Diego Rivera, Siqueiros, Orozco: los tres que se salían; o Borís Kustódiev, cuyos lienzos ejecutados entre 1900 y 1920 ya eran psicodélicos); músicos (Shostakóvich, con un socialrealismo que fue entendido con dificultades; Prokófiev y su lobo; Jachaturián y sus espadas armenias); escultores, espiritistas, hipnotizadores o arquitectos —no hace falta dar más nombres— con una obra válida y perdurable. Hay una cinematografía social-realista (dos vertientes: la impoluta y la híbrida) de excelente calidad, tanto soviética como de otras nacionalidades. Pero el programa à grand spectacle acabó bloqueándose por discapacidad evolutiva y se disolvió en su propia condición monolítica. En la actualidad, del Realismo Socialista se estima lo afortunadamente contaminado; lo que se sostiene son sus resultados menos obtusamente ortodoxos.


¿Y Bertolt Brecht? No cabe duda de que Brecht era anticapitalista y creía en el socialismo, pero nunca encajó plenamente en el Realismo Socialista. Él sabía a la perfección qué debía ser, y qué no debía ser, el socialismo; y, además, porque poseía ideas meridianamente claras respecto a las funciones del arte. Su aparato satírico, su escepticismo crítico —a veces directo, a veces subliminal—, su pesimismo antropológico (que no resta un ápice de crédito a su sensibilidad humanista), no cabían dentro de la ley evangélica declarada inviolable. Pero esa sensibilidad, anótese bien, no guarda el menor parentesco con lo que Ricardo Piglia llama “humanismo fatalista y aristocrático”. Uno de los rasgos fundamentales que Brecht exige para llevar a cabo un realismo verídico es: “Ser concreto y dar cabida a la abstracción”. Su famosa polémica con Lukács nos descubre a un Brecht sinceramente científico frente al organicismo y al subjetivismo hegeliano del erudito húngaro.


Sorprende que los diversos diagnósticos sobre la extinción del arte aún se contemplen como un simple problema de técnicas y estilos. A comienzos de los años setenta de la pasada centuria, Giulio Carlo Argan decía que “ni siquiera se puede hablar de la muerte del arte en el sentido en que Nietzsche hablaba de la muerte de Dios, porque el arte no es un ente metafísico sino un modo histórico de la actividad humana”. Y añadía: “el arte ha tenido un principio histórico y puede tener un fin de igual clase. De la misma manera que se han acabado las mitologías paganas, la alquimia, el feudalismo y el artesanado, se puede acabar el arte. Pero al paganismo le ha sucedido el cristianismo, a la alquimia la ciencia, al feudalismo las monarquías y el Estado burgués, al artesanado la industria. ¿Qué puede pasarle al arte?”.
Liquidados por extenuación los preceptos y los estilos (¿No ha ocurrido eso? ¿No lo sabemos?), vegetan los amaneramientos y sucedáneos de sucedáneos mantenidos en una unidad de cuidados intensivos gracias a grandes empresas editoriales; liquidadas las falacias de la intimidad, los mundos propios, la inmaculada concepción de la obra personal, el culto al yo y al nosotros, el éxtasis ante la naturaleza, los aquelarres del amor, el abismo de la soledad y el conmovedor carrusel de la muerte; liquidado este excesivo desván de solemnidades hilarantes, ahí está , para salvar los muebles, el proteccionismo mercantilista en torno a una institución histórica y socialmente agonizante que irá siendo sustituida por una tediosa promiscuidad de maquinaciones imitativas y fútiles amalgamas. Esta es la tesis de Jean-Marie Kellerman, quien aconseja entrar por la puerta estrecha.


Para Kellerman, el arte será reemplazado por determinadas neociencias en un exuberante catálogo de modelos de comunicación exclusivamente deíctica. Se perfila un Realismo Sincrético primordialmente designativo; no un nuevo sofisma destinado a reinstaurar la estética trascendental, sino a impulsar la reelaboración científico-social de las formas: un portentoso estándar de transmisión emoticónica en el vacío universal de un pensamiento inexistente; sistema que, en su fase transicional, adoptaría la índole de un realismo transcientífico del que podemos decir algo como que todavía eso está por ver; y que todavía nos espera el afianzamiento de toda una recalificación epistemológica de argumentum ad baculum. La definitivamente convulsa belleza (La beauté sera convulsive ou ne sera pas, de André Breton) se activa como la invertida y recurrente representación del deseo en un antiespacio dilatándose hasta el infinito.


Kellerman afirma que una de las más significativas manifestaciones inaugurales de la articulación metodológica destinada a relevar al arte fue el atentado cometido (¿por quién o quiénes?) en septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York. Con frialdad de forense, Kellerman argumenta que la chef d’oeuvre de aquel septiembre desconcertante no consiste ni en el álbum fotográfico ni en el resto del material audiovisual reunido tras el suceso, ni en los ríos de tinta que corrieron a propósito del caso, sino en la ejecución en sí del ataque como respuesta solvente, ultrarrealista, multidisciplinar y metacomunicativa. Las víctimas de la ofensiva fatídica, siempre según Kellerman, prefiguran la desintegración de todas las indefendibles supersticiones e incongruentes leyendas sobre el milagro del ser humano. El auténtico conocimiento, sigue diciendo, ha radicado y radicará siempre en la ciencia, y nunca tuvo nada que ver con el arte mientras éste existió (existir, exista, existido). Ni reír ni llorar, sino comprender, etc. Spinoza en las puertas del Infierno.

 

 

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