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Miércoles 27/11/2024
 
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Hadjí Murat, de Lev Tolstói, la resistencia como principio de identidad subjetiva

La obra del gran autor ruso, tras más de un siglo desde su publicación, es fuente inagotable de la mejor literatura y precisa exploración sobre las decisiones de los seres humanos.

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  • Hadjí Murat, de Lev Tolstói


El significado de la vida permanece inédito. Y con él, la constatación que los verdaderos estigmas son aquellos  que nos acompañan en nuestro fuero interno. La huella de nuestro paso por aquélla, el inventario como equipaje que nos acompaña y que sólo en la intimidad deshacemos de su envoltura  sobre la cama, antes de volver a colocar, prenda por prenda, en la penumbra de los anaqueles del armario que alberga nuestra existencia. Esa lucha intestina que reconoce la absoluta disposición de ánimo para resistir o claudicar, esa constante briega por ser en el contexto ordinario y cotidiano pero también en la soledad. Merecer o desmerecer el trasunto de lo que somos. Comprendernos en la más disoluta expresión de lo absurdo, apasionado o deseado que, en ocasiones, impregna a la racionalidad y nos confiere un estado de embriaguez pasajera con el que sobrellevar la pesada carga. Oscar Wilde acentúa en su obra El retrato de Dorian Gray esta amalgama de abrumadora escenificación vital e intelectual, "Conciencia y cobardía son lo mismo realmente Basil. La conciencia es el nombre comercial de la empresa. Eso es todo". La capacidad autobiográfica de cada persona contiene estos dos hitos que nos orientan en la profunda inmersión de desentrañar la complejidad del ser humano y el diálogo sordo que mantiene consigo. Los diarios son la ventana a esa posibilidad. Algunos autores, como el caso del autor que nos ocupa, mantienen con inusual perseverancia la redacción de estos auténticos murales de su vida interior. En el que iniciara en 1847 el precursor del naturismo libertario, y que salvo un pequeño período no abandonaría hasta su muerte, encontramos el tonelaje de la literatura que contenía y la evolución de un pensamiento realmente transgresor, pero profundamente humano. El altísimo índice de refracción de su obra y pensamiento lo mantiene en ese grado de mayúscula receptividad entre los lectores, tras más de un siglo de su muerte. El juicio insobornable de éstos, establece, al margen de estrategias de mercadotecnia, la vigencia o el olvido de la obra literaria. Aunque sin desmerecer la incomensurable labor de iniciativas editoriales que insisten en reactualizar su dimensión, a través de nuevas traducciones e investigaciones que contextualizan la creación, incorporando a la propia proyección literaria la mirada afín a su relectura desde puntos de vista propuestos con inteligencia y sensibilidad.

Hadjí Murat -Navona Editorial, 2014. Traducción de Irene y Laura Andresco. Edición y epílogo de Víctor Andresco- representa un tapiz meticulosamente elaborado. El preámbulo alegórico del propio autor -en el que consagra la esencia de la obra y al que se remite en la recapitulación final-, nos remite a la simbología del cardo tártaro y a su pertinaz resistencia. La indómita naturaleza nos enseña la franca  determinación de existir y regenerarse, a pesar de la oposición del ser humano que apremia la manifestación de su más exacerbado yoísmo "¡Qué destructor es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas aniquiladas para sostener su propia vida!" Sin embargo, allí se encontraba a su vista aquella planta que se mantenía con la dignidad de quien no encuentra consuelo en medio de aquel campo yermo, salvo en la resiliencia, "¡Cuánta energía! -pensé-. El ser humano ha destruido millones de plantas que había alrededor, pero ese cardo no se ha dejado vencer". El sentido último -si bien pudiera circuncribirse inicialmente a las virtudes de esta planta  y a la analogía metafórica con cierto carácter humano-, es atender a la historia que se nos narra de forma indirecta, casi de soslayo. No hay intermediarios entre el lector y el denso habitat humano que contiene la obra. Tras esta lírica introspección, la constatación temporal al ubicar la acción narrativa a finales de año 1851, establece  el periodo histórico en el que el djiguit –en árabe, jinete y, por extensión, valiente- cuyo nombre da título a la novela, simboliza la feroz contienda que sostuvieron los pueblos del Caúcaso -los pueblos montañeses- de ascendencia islámica con las tropas rusas comandadas por el zar Alejandro II, en su afán expansionista  sobre Chechenia, Osetia, Azerbayán y Daguestán. Conflicto cuyos rescoldos humeantes son manifiestos en la actualidad. El guerrero ávaro, cuya zona de influencia se encontraba delimitada por el Mar Caspio y Chechenia es naib -lugarteniente, persona de confianza- del guerrillero Shamil- con el que mantiene cierta disensión por el arrogamiento que hace éste del poder civil y religioso, a la par que hostiga a las fuerzas zaristas. Todo ello le lleva a plantearse su deserción y puesta a disposición del ejército invasor. Se inicia la novela con esta decisión crucial, ciertamente poco digna del que fuera llamado con el  sobrenombre de “Demonio rojo” a tenor de su eficacia en la batalla y capacidad en la estrategia, que los posteriores acontecimientos irán moldeando hasta convertirlo en un texto abigarrado por la heterogeneidad de los personajes, llamémosle así adyacentes, que no secundarios. Cada uno de ellos se arma de personalidad suficiente para ser advertidos por el lector. No son meros complementos adocenados a la historia de la rendición, se hacen sentir y denotar. Desde primer capítulo –la obra está compuesta de veinticuatro más- la especulación dramática se asienta para no perder comba. Arranca con la hospitalidad que le ofrece un fiel seguidor de su causa y respetuoso de tan sospechosa decisión  –Sado, al que en aquella época el joven militar ruso y futuro novelista logra aproximarse y recoger testimonio de aquellos días-   con el refugio en su propia casa situada en territorio ocupado por el enemigo. Esta generosa actitud contrasta con la del protagonista que apenas manifiesta la razón de su proceder salvo con una parca conversación y tensos silencios. Se halla en medio de la nada: renuncia a sus aliados naturales que lo persiguen para acabar con él, y se dirige para entregarse a los rusos con un objetivo definido que iremos descubriendo y que acrecentará la épica que contradice la perpetración de la huida.

Lev Tolstói apabulla por la sencillez introspectiva que logra en esta obra, que retoma cuarenta y cuatro años después de su anotación en el diario que siempre le acompañaba, cuya elaboración le llevo ocho años, y que no pudo ver editada. Su extensión reducidísima si la comparamos con Guerra y paz o Anna Karénina contiene, eso sí, la distinción literaria que es seña de identidad del autor ruso. La tramoya de su escritura es fruto de un concienzudo trabajo de elaboración que bebe formalmente de la indagación sobre la que no permite ninguna hebra suelta. Las anotaciones que realiza en su inseparable diario reconstruyen el origen y su motivación. Selma Ancira–Premio Nacional de Traducción 2011- tradujo una selección de este diario, así como una parte de su ingente correspondencia. En la anotación del 19 de julio de 1896, que recoge un apunte de caminante por Pirogovo y que reproduce en el prefacio lírico de la obra la descripción del suceso del cardo tártaro, lo expresa de esta manera “(…) el tercer retoño brotaba transversalmente, también estaba negro de polvo, pero todavía vivía, y hacia la mitad tenía un color rojizo. Me hizo pensar en Hadjí Murat. Me gustaría escribir al respecto. Defiende su vida hasta el final y, solo, en medio del vasto campo, como puede, logra defenderla victoriosamente”. En el año 1851 –fecha coincidente con los sucesos que describe-, con veintitrés años, marcha al Caúcaso y se alista en el ejército, sirviendo junto a su hermano mayor Nikolai. Durante los cuatro años siguientes –lo reflejan las cartas remitidas a su hermano Sergei-, pudo conocer en primera persona el conflicto de fondo y recabar datos y testimonios que le servirían para el andamiaje de la novela y que no asoman de forma tácita. El basamento histórico es sólo la rampa de lanzamiento sobre la que se asienta el nudo gordiano de esta novela y su razón de ser, que es común a tantas otras vicisitudes humanas tengan o no repercusión histórica. Es la lucha de un hombre frente a las decisiones y necesidades colectivas que quiere encontrar su propia definición y se rige por principios a los que él, y sólo él, puede dar sentido y proyección. Tal vez como reorientación mental y espiritual del propio autor en sus etapas de depresión y misticismo, y que en la última lo fue de relevante carácter religioso.

Navona Editorial, con sus diferentes colecciones sobre textos clásicos contemporáneos, contribuye a la reactualización de una literatura privilegiada. Es decir, la que atestigua el interés creciente de su redescubrimiento y que los lectores reclaman insistentemente por tratarse de miradas atemporales que, como en el caso que tratamos, aporta ese grado de sensibilidad sobre el decir y sentir humanos que afluyen en la creación acrisolada de autores como el habitante de Yásnaia Poliana. Un auténtico tesoro literario y lector que potencia la socialización de lo realmente exquisito y valioso y abre el apetito por otras tantas lecturas que interrelacionan el gusto complaciente y la exigente corresponsabilidad con su contenido de indubitable calidad.

La legítima rebeldía frente al determinismo es una reincidente y constante argumentación que sin llegar a mitificación -por la destreza narrativa y la introducción del robusto componente psicológico con el que se emplea su autor- se puede considerar como el epílogo de una
fecunda obra. El pensamiento de Tolstói ensancha su capacidad de reanimar la subversión con el despliegue, apenas audible, de una polifonía que se oculta en la actitud indomeñable del que “Trataba de no llamar la atención, escudriñando con sus vivos ojos negros los rostros de las personas con quienes se encontraba”, y que bien pudiera sustanciar a la del propio creador de Hadjí Murat. Tal vez el mismo espíritu que describió en el líder guerrillero fue el que le impulso a emprender su último viaje –la huida- en el furgón de un convoy ferroviario y apartarse de su familia por la concepción humanitaria y destino final que consideraba sobre su herencia. Las condiciones del atropellado viaje le produjeron una neumonía. La última estación, película dirigida en 1919 por Michael Hoffman, describe los últimos días de Lev Tolstói. El actor canadiense Chistopher Plummer, que encarna a éste, realiza una soberbia interpretación de la libérrima decisión en su proceder. Cómo no atender a la dimensión humana de quien con su literatura sigue conmoviendo y sacudiendo conciencias. Nada menos lejos de la realidad actual el planteamiento y vigencia de su ideario, “Para vivir honradamente es necesario desgarrarse, confundirse, luchar, equivocarse, empezar y abandonar, y de nuevo empezar y de nuevo abandonar, y luchar eternamente y sufrir privaciones. La tranquilidad es una bajeza moral” 


 

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