Siempre que me planteo comenzar un escrito me hago la firme promesa de evitar en lo posible la subjetividad, cosa complicada, o al menos no hablar de mí. Hoy, aunque pretenda mantener mis propósitos, no va a ser fácil.
He de confesar que tengo, entre mis múltiples y variadas manías, el recelo a viajar a los países de religión islámica. Seguro que se trata de un prejuicio injustificado que no tiene ningún sustento en mi experiencia, pues las pocas personas que conozco personalmente, que practican esta religión, son excelentes, correctísimas y se han mostrado muy educadas y respetuosas conmigo.
Hablando de religión no tengo ningún problema en recordar que durante años pertenecí a la iglesia católica, con la que me sentí indentificado. Pretendo con esto dejar claro de que no me anima ningúna animadversión especial en este sentido ante lo que a partir de aquí se pueda leer.
Entendiendo el respeto debido al pensamiento de los demás en una materia tan sensible para quienes profesan estas religiones, no puedo por menos que reclamar también el ejercicio a la diferencia de quienes no comulgamos con estas ideas.
A lo largo de los siglos hemos venido observando que a partir del momento en que una determinada convicción religiosa va adquiriendo notoriedad su interpretación exclusiva de la verdad produce en sus practicantes una tendencia a desautorizar las convicciones del resto. En muchos casos la convivencia entre religiones ha supuesto que la más poderosa haya intentado de la forma más agresiva la eliminación de las otras religiones. Son muchisimos los ejemplos que ilustran esta afirmación, de los que destacaré por más próximos: las persecuciones contra los cristianos por parte del Imperio Romano, en el que, no olvidemos, muchos de sus césares adquirieron la condición de dioses, que convivían con el resto del numeroso panteón; otro tanto nos ocurrió cuando nuestra cercana religión cristiana, en especial en nuestras tierras, haciendo uso y abuso de una institución como la Inquisición, apoyada por el brazo secular de nuestros gobernantes, se encargó de eliminar la disidencia y a los disidentes, que siempre será más grave; también con el Islam, que en principio fue mucho más respetuosa con las demás, demostrado claramente durante los ocho siglos que permanecieron en la Península Ibérica con los judíos y cristianos que vivían en los territorios que ellos dominaban, para después convertirse en lo que hoy muchos de ellos nos muestran con su integrismo que les lleva a justificar la más salvajes agresiones contra otras civilizaciones, no es de extrañar cuando entre sus principales preceptos existe la Guerra Santa como medio de convencer a los infieles; terminando con la tercera religión del Libro, la primera en el tiempo y origen de las otras dos, que tras haber sufrido el irracional exterminio de su pueblo por parte de la intolerancia sin sentido del nazismo, ha invertido los términos aplicando a los palestinos una política parecida a la que ellos sufrieron.
Llegados a este punto, una sociedad moderna debería entender que todas estas lacras sólo se pueden ir superando si se manifiesta ella misma como ejemplo de tolerancia y de respeto a las distintas ideologías o religiones. Por ello una sociedad que alberga tantas ideas diferentes está obligada a mantener una postura de lo más abierta con todos sus miembros. Sin duda depende de los gobernantes que nos toquen en suerte que esto se cumpla, y desgraciadamente no es ese el camino que se sigue en nuestro país. La imposición de leyes, símbolos y ritos, que se inclinan por una determinada opción religiosa, como es nuestro caso con la religión católica, atenta con el principio de libertades que es el fundamento de la sociedad democrática actual. La organización del estado, primando en todos los aspectos posibles la ideología de los gobernantes, nos enseña cuán poco tienen en cuenta estos valores. No sirve la justificación de movimientos que pretenden llevar el Evangelio a la política: la política es un tema de todo el conjunto del país y por tanto no puede estar condicionado por ideologías excluyentes. Bien harían los fundamentalistas que llegan a los gobiernos, sean de la religión que fuesen, tener en cuenta que gobiernan para todo el conjunto de la ciudadanía y no para los católicos, aunque cuando estos siguieran siendo más numerosos que otros. La imposición de una impronta religiosa determinada no se puede justificar en la historia, ni en el número.
Como broche, y como refrendo del interés por las cifras, no es de olvidar la continua obstrucción de las autoridades religiosas a quienes desean hacer uso del derecho a la apostasía, cuestión tremendamenre complicada, que no se puede entender si no es por mantener entre el censo católico a cuantos bautizaron, sin tener en cuenta la voluntad de permanecer en ésta.
Me queda la palabra
Fundamentalismo e Intolerancia
Entendiendo el respeto debido al pensamiento de los demás en una materia tan sensible para quienes profesan estas religiones, no puedo por menos que reclamar también el ejercicio a la diferencia de quienes no comulgamos con estas ideas.
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