Quién nos iba a decir, a ti y a mí, que tu cumpleaños lo ibas a celebrar cogiendo kilos en la Cuesta del Bacalao. Por mucho que te diga que no me gusta donde llevas el costal puesto, sé que tu trabajo en el palo es bueno.
Quién nos iba a decir, a ti y a mí, que tu cumpleaños lo ibas a celebrar cogiendo kilos en la Cuesta del Bacalao. Por mucho que te diga que no me gusta donde llevas el costal puesto, sé que tu trabajo en el palo es bueno. Y este año te regalas -me regalas- verte bajo El que llora, que es como verte con uno de los míos.
El regalo me lo estás haciendo a mí y con esto te lo devuelvo: una cuadrilla igualada de palabras. No te veré este año cruzando entre las filas desde el encierro celeste de mi antifaz tras El que todo lo puede, pero reconoceré orgulloso la matadura de tu cerviz.
Estaré en la Cuesta del Bacalao casi a la misma hora en la que viniste al mundo hace unos años. Tú en el trabajo y yo allí afuera, en los adoquines que tantos años pisé de nazareno. Voy a soplar por ti las veintitantas velas de cumpleaños cuando mire los codales de los candelabros; a comerme el dulce pastel de la mecida de tu cintura; a brindar por el gozo de los días contando un año más, un año menos. Allí, para abrir con la cadencia del izquierdo, el lazo del regalo que me traes; a imaginar tu cara de satisfacción tras la única chicotá que empleáis para subir la empinada cuesta y veas cómo la fuerza de tu juventud te sigue sobrando.
Yo no aplaudiré. Pero estaré allí y el olé mudo de mi garganta volará hasta tu costal, sí, sólo hasta el tuyo por ser tu cumpleaños. Entonces miraré a mi Cristo y el esfuerzo de tu trabajo me hará imaginar lo inimaginable: que tu costal seca, por un instante, una de Sus lágrimas.
La misma que, en ese momento, quizás ruede por mi rostro.