Con “La noche 351”, Ángel Petisme (Zaragoza, 1961), se alzó con el XXVII premio Jaén de Poesía. Con una amplia trayectoria lírica y musical a sus espaldas, en esta nueva entrega ha vertebrado un emocionante e íntimo atlas que memora sus inolvidables andanzas por Iraq.
Llevado hasta allí por los mandamientos de un sueño que incluía un mensaje convincente y retador, el poeta aragonés asumió con exigencia su nueva realidad y, extraño en un país lejano, experimentó un desafío poético y metafísico que ofrece ahora resultados hipnóticos. La lectura de estos versos -que homenajean con su título a “Las mil y una noches”-, avivan el concepto que defiende el combate de la vida como personal alquimia de una felicidad sin retorno: “Se resistía la primavera …/… Con pocas palabras/ y este dolor que aún sabe sonreír:/ donde tenía a todos mis hermanos/ salí a buscarla a Oriente./ Nada me retenía en la Puerta del Sol”.
“La poesía nace en Iraq; sé iraquí, amigo, si quieres ser poeta”, reza la cita del escritor palestino Mahmud Darwish que abre el volumen. Y sin duda, que aquellos territorios desconocidos y distantes para el lector, tan signados de ecos bélicos, se convierten en escenarios donde la nostalgia, las promesas, la amargura, y sobre todo, el exilio interior y amante, cobran soberana trascendencia: “¿Hasta cuándo tendré/ que recordarte/ que aunque mi cuerpo/ yace junto al tuyo/ mi corazón duerme en Iraq?”.
Los cañones de los tanques, los hijos sin madres ni padres, los museos devastados, la Naturaleza quebrada.., “acuchillan el corazón de un cielo”, que mucho tiempo atrás fue inmensamente azul, tan limpio como la paz. Y que aquí y ahora, queda retratado por el verbo lírico y prosístico, hondo y convincente de Ángel Petisme, en un libro necesario, para paladear “en los viejos jardines colgantes de Babilonia”. O aquí.
Inmaculada Moreno obtuvo con “Donde la hoguera verde” (Hiperión. Madrid, 2012), el XV Premio Internacional “Antonio Machado en Baeza”. La escritora portuense, que ya tenía en su haber otros tres poemarios, alcanza en esta entrega una voz donde se conjugan con exactitud la doliente realidad y la indómita Naturaleza.
Escrito casi por entero en una pequeña localidad costera del noroeste de Inglaterra, West Kirby, donde la autora pasó más de un año, el volumen esencia aromas dickinsinianos, no sólo por la misteriosa clarividencia que parecen respirar estos versos, sino por esa dualidad temática, tan propia de la escritora norteamericana, que incidía en la soledad y la muerte.
Inmaculada Moreno parece despersonalizar su yo poético (“Curiosamente/ no me pregunto quién es la que escribe/ mezclada con las luces de otras casas/ y las sombras fantasmas de otras nubes;/ busco en aquella que me mira/ por qué soy yo el objeto de sus versos”) y desde esa fragmentación parte hacia un estadio que indague el fervor del ser humano, que proclame el germen amante de la creación: “Mi oficio, las palabras;/ su bendición sonora/ su territorio puente/ su laberinto/ doméstico de luces”.
A medida que el volumen avanza, la poetisa gaditana va extremando el lenguaje y un agudo desarraigo, una profunda tristura se va apoderando de la atmósfera que lo envuelve. Su aventura interior toma forma elegíaca (“Ahora sé/ que durante toda mi vida/ me ha acompañado el miedo/ a que nunca ya más/ estuvieras”) y desemboca en la certidumbre de un corpus lúcido y consistente, inmerso en el enigma vital que nos circunda: “De la muerte tan sólo sé/ lo que se deja ver apenas/ rasgando ese cartón pintado/ que es la vida”.
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