de nefasto se puede calificar el sistema capitalista liberal si se tiene en cuenta que considera el provecho como motor esencial del progreso, la competencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales. Hay que defender la propiedad privada, pero en primer lugar la propiedad privada para los privados de propiedad.
Precisamente suele suceder que quiénes más hablan y defienden el derecho a la propiedad privada son los que acaparan más riqueza, privando a las mayorías de la más mínima propiedad, incluso pagando salarios injustos y de hambre. Es de justicia reconocer que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho privativo y absoluto. No existe razón alguna para preservar en uso exclusivo lo que supera la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario para subsistir.
Hablamos de un mundo mejor, otro mundo posible. Pero mientras es doloroso constatar cómo la tierra ofrece bondadosa todas sus riquezas y bienes a todos los seres humanos, aunque por desgracia esos bienes se quedan en manos de minorías que hacen a los demás cada día más pobres.
Por ello es urgente promover reformas de las estructuras económicas y políticas agrarias. El concepto compartir antes de caridad lleva la necesaria justicia. Tiene pleno sentido aquello de que “si por caridad se curan las heridas, por la justicia se evitan estas”.
A pesar de la sensibilidad que aparece ante las graves desgracias, no bastan las limosnas ni las obras sociales de carácter asistencial, sino que urgen transformaciones por parte de los estados porque la sola iniciativa individual y el juego de la competencia no son suficientes para conseguir y asegurar el éxito del desarrollo. No hay que arriesgarse a permitir a los ricos que aumenten todavía más sus riquezas ni la potencia de los fuertes, tolerando así la miseria de los pobres.
No son juegos de palabras, sino realidades hirientes. La economía de mercado está concentrando el capital cada vez en menos manos, acrecentando así las desigualdades, los ricos cada vez más ricos y lo pobres cada vez más pobres. Y todavía es más grave que la política esté sometida a la economía y sea ésta la que marca el ritmo y el control de las naciones.
Aparece una nueva concepción de excluidos del sistema. Antes los excluidos eran un potencial laboral y social, a la vez que un peligro para el sistema. Para el Neoliberalismo, los excluidos del sistema son un desecho; no hacen falta. No son productores ni consumidores con capacidad económica. El sistema sigue funcionando y creciendo excluyendo a continentes enteros. Se inoculan los valores del sistema: la competitividad, ser el número uno por encima de los otros. Surge así el síndrome del opositor. Como consecuencia se fomenta el individualismo y la insolidaridad. Al mismo, tiempo aumenta la domesticación social: “ésto es lo que hay… lo tomas o lo dejas”.
En el Neoliberalismo, cuando se habla de libertad, de flexibilidad, de racionalidad de mercado, de la felicidad del consumo, del bienestar.., detrás de los eufemismos hay una realidad de opresión, de control, de manipulación, de fatalismo y de naturalización de la desigualdad social y de la exclusión. Se pretende llegar a que la gente piense que es normal que unos ganen y otros pierdan sin que exista responsabilidad ética ni política. Se nos presenta el desafío de desenmascarar su lenguaje mostrando los frutos reales que produce. Y apostar por un modelo social diferente aunque sea luchar contra muros.
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