No tenemos estadísticas, pero sí hay consenso de ello entre la población de cualquier ciudad. No nos gusta el libro abierto. Con sus páginas cerradas lo admitimos porque al menos acompaña a la lúgubre estética de las estanterías de cuartos de estar, poco acariciadas. Pero cuando nos lo presentan bajo el axioma de que la única finalidad del libro es la de ser leído -ahora sí hay datos estadísticos- un 35,9 por ciento de españoles muestran su recalcitrante terquedad y admiten no leer nunca o casi nunca. Hemos creído que ignorancia y felicidad eran términos sinónimos, pero eso solo ocurre en las manifestaciones “pseudo progresistas”.
No se es bárbaro, ni se está en contra de la evolución y el progreso, porque se diga que respetamos a los “verdaderos analfabetos”, aquellos que no llegaron a tener un cuaderno, porque con la “azada” ganaban el pan y el alfabeto sólo contribuía a aumentarle las “panzas de sapo” que la “hambruna” originaba en sus cuerpos, pero escucharlo en silencio es a veces delicioso. Cuántas sentencias, cuántos refranes, verdaderos aforismos exhalados por las cuerdas vocales de los rudos hombres y mujeres de la labranza.
Nos dejamos impresionar exageradamente porque algunos animales de los que tenemos en el hogar, en más de una ocasión y bien guiados por sus instintos, realizan alguna acción en ellos inesperada, aunque sin carácter reflexivo, creativo o evolutivo, que permanecen por igual desde el principio de la vida orgánica. Pero se la estamos contando al amigo que está en la parte opuesta del planeta y al que le llega nuestra limitada voz de modo claro y transparente. Y nos pasa desapercibido el hecho. Las diferencias abrumadoras entre la evolución del ser humano y los demás animales, nos debe de llevar a ocupar espacios diferentes y empatías bien diferenciadas.
Enfrentémonos al problema de la lectura. El 40,6 por ciento de nuestra población ha leído, al menos un libro en los doce últimos meses. Si la media de un libro son 250 páginas, resulta que la lectura diaria, no ha sobrepasado los tres cuartos de página. Resulta muy difícil entonces admitir que no se lee por falta de tiempo, como expresa el 43,9 por ciento de los ciudadanos. Son ciertos, sin embargo, dos argumentos. Uno, que las largas jornadas laborales, nos llevan al cansancio y falta de interés por la lectura y otras muchas actividades, también precisas, Dos, sofá, relajo, medios de comunicación audiovisual y el vértigo de las nuevos y acelerados avances técnicos, no son precisamente factores que favorezcan la atención y dedicación que precisa la lectura.
A contracorriente con el refranero, siempre he creído que el hábito hace al monje. El militar de un desfile, no es el mismo que pasea en zapatillas y bata, por los pasillos de su jardín. Hay que leer en familia. Hay que leerles a los pequeños por debajo de seis años. Hay que tener en la casa libros diferentes a los de textos. Hay que enseñar a entender y comprender lo que se está leyendo, para evitar manías que acaban por no querer hacer trabajar la mente, ni encontrarle sentido a la lectura. Su práctica diaria nos dará el hábito que con urgente necesidad precisamos.
La universidad no debe ser el vértice de nada, porque la enseñanza no es una pirámide, en todo caso sería una pirámide invertida. Aprobar no es la única finalidad del estudio. De nuestras facultades tienen que salir hombres y mujeres bien formados, responsables, creyentes en el esfuerzo diario y con entusiasmo sin medida por aquello a lo que entregaron sus mejores horas en la niñez, pubertad y mayoría de edad, la lectura de los libros en todas sus modalidades.
La soberbia, el desprecio, el poder y su carácter opresivo y el narcisismo, que crea falsas personas superiores, también tendrán sus datos estadísticos, pero no los conozco, aunque sí el perfil de las personas que pueden integrarlas. La lectura no podía ser una excepción. El “analfabeto eminente” es aquel que en un determinado momento de su vida y, quizás, empujado por la arrogancia que dan los cargos, títulos o condecoraciones, irregularmente conseguidos, se elevan o las circunstancias, lo elevan a ese pedestal que emerge más allá del bien y del mal y ya sin separarse de la batuta, que les hace directores de todo los visible (lo invisible no le interesa y es propio de necios), con gran desparpajo te indican que ya no precisan leer, ni aprender nada, porque en su relación diaria con el mundo, con su ciencia aprendida por calles y plazas, mítines y debate, sesiones municipales o parlamentarias, su saber ha superado a toda enseñanza posible por medios de libros y lecturas.
Es la nueva sociedad con la de “tipo político” a la cabeza y en la que también están inmersos tantos y tantos agrupadores de palabras y frases, sin ingenio, arte o duende, que se nombran así mismo “escritores”, contribuyendo queriendo o sin proponérselo, a la aversión a la lectura. Esta sociedad que no lee (la política actual nos lo está confirmando) no tendrá nunca un pensamiento crítico hacia sí misma. No habrá creatividad y menos aún lógica en sus pensamientos. Nunca habrá opiniones en ellas bien fundamentadas y con consenso y debate con su entorno, el cual siempre quedará aislado, con su libertad progresivamente reducida.
Hay una clara maldad en ello: Hacer que aumente, si es posible diariamente, el número de lectores que afirman no leer nunca, que crezca el porcentaje del 35,9 por ciento ante citado, pero, sobre todo, interesa al poder, mantener un nivel de ignorancia y una credibilidad de ciega obediencia, en lo que dicta el ideal del partido, que haga imposible la capacidad de elegir. En España se ha conseguido.
Por eso no hay sorpresas electorales. Por eso somos también diferentes y nuestra terquedad, unida a una crispación que jamás nos abandona, dan al aire limpio de nuestra piel de toro -comparación del griego Estrabón- un aroma de violencia, verbal y física, que no lo desprenden, precisamente, las corridas de toros.