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Martes 26/11/2024
 
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Una terraza, una ciudad

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Desde mi terraza se ven los desniveles que atraviesan el barrio san José Artesano. Las elevaciones del asfalto son trazas de un sendero sin acabar, carente de delineación definida: no conocen final, tampoco principio.
Durante las madrugadas, salpicados de luces, contemplo como de lejos los edificios construidos sobre el promontorio -antaño el verde de un monte- hendido por estas perpendiculares sinuosas. Igual que las pinceladas sueltas y, no obstante, unificadoras de los lienzos impresionistas, se queda grabada esta estampa en mis retinas conformando una imagen cuya composición, tal vez, daría para una hermosa fotografía no digitalizada. Una obra de arte, de no ser porque la realidad se impone. Tiránica e inquietante.
No nací en Algeciras. Nací en la otra orilla de la ciénaga. Pero debo añadir que no me siento especialmente vinculado a ninguna ciudad. Este sentimiento me acompaña donde quiera que vaya. Tal vez sea extrañación. O tal vez todo lo contrario. Pero, sea lo que sea, puede servir para que se critique con aspereza lo que voy a decir. Desde ya doy por descontado el enfado y el desdén. Por eso he preferido la sinceridad. Por eso y porque el hecho mismo de vivir en Algeciras me autoriza a poner alguna queja en mi voz. ¿Por qué razón una ciudad de tanto potencial se arrastra por su historia sin ser capaz de alcanzar la modernidad? ¿O resulta, más bien, que el potencial no lo es tanto? Muchas personas, todos los días, expresan idéntico lamento al que aquí consigno a mi particular manera. ¿Qué le sucede a Algeciras para que la cultura, que la hay, no merezca la atención que precisa por parte de quienes gestionan la cultura, con remuneración? ¿Por qué su crecimiento, abigarrado, masificante, tentacular, se ha realizado a base de ocupaciones de suelo público y de una ordenación urbanística que va a remolque de las situaciones consumadas? ¿Por qué parece una ciudad fantasma donde sólo los pubs y los botellones funcionan los fines de semana? ¿Acaso no hay más vida que ésta? Si la hay, ¿dónde está?, ¿por qué se esconde o avergüenza?
Dejo atrás, donde deben estar, condicionamientos históricos. Constato que el puerto no vive de espaldas a la ciudad: da de comer a muchos urbanitas. Más bien, vive volcado a su medio natural, el océano. Para eso es un puerto, no un parque temático. Me cuesta tomar en consideración la servidumbre que a esta ciudad le impone su geografía fronteriza, como no sea para positivizarla. Y tengo la convicción de que la sola mención a planificaciones estratégicas ha de tener como exclusiva finalidad establecer, de una vez, una estrategia rigurosa, es decir, creíble, legitimada tan solo por el realismo de sus fines. Aun cuando mil factores se han conjugado, me da la impresión de que la principal carencia es la imaginación. Si el porvenir de un individuo o de un pueblo no puede ser la inercia -cuya raíz gramatical proviene lastimosamente de inerte-, hemos de convenir que el porvenir es radical actividad en el presente, un pre-ocuparse dinámico en el ahora. ¿Existe esta fuerza impulsora, innovadora, productiva, en Algeciras?
Y ahora lo más duro: la exacta responsabilidad de que Algeciras sea lo que hoy es no debe indagarse en entelequias; ni siquiera en las limitaciones de sus gobernantes pasados, presentes o futuros, pues la política es proyección del entramado social. La mayoría de nosotros, pasotas insoportables, egoístas, estamos poniendo nuestro titánico grano de cemento para que esta ciudad no arranque. El carácter social de los grupos aquí vivientes se define, como regla, por su incomprensión intelectual y emocional ante el bien comunitario. Me duele decirlo, pero creo que es así. Nos interesa vivir ampulosamente en lo material, cuanto más mejor. Y punto. Entonces, ¿a qué vienen los lamentos y las reclamaciones? Y, no obstante, nos sentimos impotentes, desoídos, confusos, vulgarizados. Algeciras constituye un fiel ejemplo de los tiempos hipermodernos: el archiindividualismo exponencial y cerril se ha olvidado por completo de los aspectos sociales, que son esenciales, salvo para manipularlos y subvertirlos.

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