¡Qué fea es la vejez! Esa frase de mi abuela Rufina se me quedó grabada en la memoria, y es que, a medida que pasan los años, envejecemos en un proceso natural y continuo de nuestra vida. Las funciones y habilidades de nuestro cuerpo comienzan a disminuir, y aunque no existe una edad fija para este proceso, siempre se ha tomado como referencia los 65 años como inicio de la vejez.
El primer país en establecer una edad de jubilación fue Alemania y, al elegir los 65 años, esta cifra se asoció también con el comienzo de la vejez. Podríamos distinguir tres tipos de edades:
1.Edad cronológica: es la que marca nuestra fecha de nacimiento y está basada únicamente en el paso del tiempo. Es la que se utiliza en situaciones legales y económicas, como la jubilación.
2. Edad biológica: hace referencia a los cambios que sufre nuestro cuerpo. Por ello, algunas personas envejecen antes y otras lo hacen más tarde, influidas por su estilo de vida, hábitos, enfermedades, etc.
3. Edad psicológica: se relaciona con cómo la persona vive su día a día, cómo se comporta y, sobre todo, cómo se siente (por ejemplo, sentirse joven a pesar de la edad).
Acabamos de entrar en un nuevo año, y ese envejecimiento hace que poco a poco se vayan apagando generaciones que vivieron y pensaron de manera distinta. En algunos casos, quizás mejor; en otros, peor que ahora, pero sin duda fue una época entrañable para quienes la vivimos.
Me refiero a esa generación en torno a los 45-55 años que aportaba una serie de valores: aquellos que escuchaban a sus padres sin decir “qué pesados”, soportando estoicamente con cara de borrego degollado. Con respeto hacia los mayores, que si nos llamaban la atención en la calle no recibían contestaciones, sino obediencia, aunque no fueran nuestros padres. Ni qué decir de los profesores y maestros, quienes eran auténticos confidentes de nuestros padres sobre nuestro comportamiento y educación. Gozaban de total autoridad y veracidad. No recuerdo escuchar la frase “es injusto” sobre una decisión del maestro. En lugar de eso, era más probable recibir un enfado de nuestros progenitores por no rendir adecuadamente. No existía esa supuesta persecución maestro-alumno que algunos argumentan hoy en día.
Disfrutábamos siempre en la calle, con juegos colectivos en los que participaban desde una pandilla hasta toda una barriada. Juegos como el contra, “Catalina la burra”, la bombilla, la leguilla, la china, el escondite, o el fútbol en las calles menos transitadas, donde usábamos piedras o ropa sudada como postes. Bombos de detergente colgaban de los pinos improvisando canastas de baloncesto. Eso sí, los partidos se interrumpían cuando el dueño del balón se iba, por la merienda o porque empezaba el circo de los payasos de la tele.
Las mangueras, fuentes y grifos saciaban nuestra sed; todos bebíamos del mismo lugar, sin agua embotellada, y no por eso aparecían epidemias de gastroenteritis. Las plazas eran otro espacio ideal, donde no había carteles humillantes e "infanticidas" como “Prohibidos los juegos infantiles y de pelotas”.
Pertenecimos a la generación de la mercromina, donde no hacían falta denuncias ni partes de lesiones. De llamar al timbre y salir corriendo como chute de adrenalina (que confieso, avergonzadamente, aún practico de vez en cuando, jejeje). La generación que abarrotaba la avenida Cabo Diego Pérez, cortada al tráfico, con multitud de pubs como El Boquete, El Rebote, Paripá, El Truco, Guri-Guri, Etcétera, Don Vito, El 34, La Cansada o discotecas como Visitors y Hawai. Lugares donde el aforo siempre superaba lo permitido.
No hacía falta ser obligatoriamente médico, ingeniero, futbolista o famoso. Estudiar o no estudiar no era lo importante, sino que se exigía educación, respeto, honradez. Y si no se estudiaba, se trabajaba, porque trabajar nunca fue una deshonra. Éramos la generación sin internet, ni redes sociales, ni tablets, ni siquiera móviles, y éramos felices porque esa noche emitían el programa Un, dos, tres o una película de Pajares y Esteso.
Ya queda poco, o casi nada, de todo aquello. Los hábitos, las tradiciones y la irrupción de internet han marchitado muchas de esas sanas costumbres. Pero si este artículo te ha sacado una sonrisa o te ha hecho recordar buenos momentos, sé que sabes de lo que hablo. Y yo, con toda la alegría del mundo, brindo por ustedes. ¡Feliz 2025!