Nos pasamos muchas tardes otoñales entre actos de fe e incredulidades. Tal vez la estación se preste a estos ejercicios un tanto dicotómicos y bipolares. Como aquellos que vamos combinando y completando de palabras la pantalla de ordenador, nos dedicamos al noble oficio de la escritura, somos nuestros propios patrones y trabajadores e intentamos entre soles y lunas tomar la iniciativa para fabricar nuestra propia historia.
Con frecuencia escuchamos a oradores y filósofos hablarnos de inserciones y reinserciones de casos perdidos, de integridades, compromisos y definiciones de causas olvidadas. Y seguimos exigiendo en nuestro afán de mejorar las cosas, que estas ocurran, porque cuando nuestros políticos se empeñan en hacer como si no pasara nada, la gente termina votando a otros.
Vamos aprendiendo con el tiempo que recogemos aquello que hemos sembrado, que si repartimos sonrisas y buenas palabras, nos encontraremos con abrazos y agradecimientos, que si somos precisos y eficaces en nuestras platicas, la gente creerá en nosotros.
Debemos darnos tiempo para reflexionar y estar con nosotros mismos, y ser capaces de asumir ideas arriesgadas con todos sus pros y sus contras. Aunque hay situaciones en las que no podemos andarnos con juegos de niños, necesitamos nuestra recompensa y gratificación y no oponernos inútilmente a la fuerza de la vida.
Cualquier momento, entre soles y lunas, puede ser mágico por sus experiencias sencillas e inolvidables, desde descubrir un plato típico en un pueblo perdido hasta mantener una charla en una gran ciudad con alguien que hacía tiempo que no tenía ocasión de hablar con nadie.
Una de las cosas más difíciles en la toma de decisiones es esa obsesión de querer quedar bien con todos, además de imposible, no inspira demasiada confianza y termina en conflicto con todas las partes. Hemos de admitir aunque no nos guste y nos rebelemos, que entre el canto de las formas y el grito al fondo, hay gente feliz y desgraciada.
Comprendemos con los años que lejos de cualquier argucia y diatriba, hemos de comprometernos con el momento presente, sin hacer saltos sin sentido del pasado al futuro, sin quedarnos en la nostalgia ni jugar a la adivinación.
Al vaivén de los calores de los soles y las mareas de las lunas, reflexionamos sobre aspectos de nuestras vidas cuando somos intrépidos y valientes, cuando no tenemos complejos y escuchamos a los demás y llegamos a comprender en toda su profundidad que somos nuestros mejores amigos y nuestros peores enemigos.
Nos creemos en demasiadas ocasiones eternos en el tiempo y anclados en nuestra memoria. Directos, espontáneos y sinceros, amables y divertidos, maravillosos y brillantes, ilustrados e ignorantes, injuriosos y calumniadores, todos acaban aprendiendo que de lo único que deben tener miedo es del miedo mismo.
Vamos sufriendo la deformación en nuestra visión del entorno, y nos damos cuenta que no vemos las cosas como son sino que acabamos contemplándolas como somos. Con todas las solemnidades y aspavientos, cada vez habla más gente que sabe menos lo que dice.
No debemos buscarnos enemigos inútiles por querer demostrar lo que somos. Debemos aprender a gestionar nuestras emociones y saber ver las cosas desde otra perspectiva, sin juzgar a nadie y comprendiendo que la mayoría de las veces la solución está en nosotros mismos.