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Lunes 01/07/2024
 

España

Se equivocó la paloma

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Como telón de fondo el mar esplendente, vestido de plata hacia el Este y de un azul cobalto al Oeste a esa hora tan pronta. Y como estampa de una buena vista el posado de una paloma blanca sobre el alféizar de la ventana por la que se colaba la luz portentosa de una mañana fría. Ése era el panorama; además de un rayo esperanzador sobre el espíritu de un amigo enfermo. Todos aquellos elementos me hicieron salir al socorro de mi también consoladora visión de una rápida recuperación. A ver, me dije, si este cielo azul, la mar plata que veo desde aquí y la paloma me traen un día justo, honesto y honrado.

A veces ocurre que los elementos más simples –que no solemos apreciar porque de entrada no sabemos cómo considerarlo– se plantan justo a nuestro lado, y del mismo modo que nosotros los observamos –o no– ellos también nos prestan atención como preguntándose por qué no somos capaces de admirar tanta maravilla de un solo vistazo. Lo sé porque en un momento dado, aquella paloma blanca, por un brevísimo instante, miró hacia el interior de la ventana por la que Rafa y yo atisbábamos, en silencio, en el más absoluto silencio, el panorama –los dos sabíamos perfectamente lo que percibíamos–, y sentimos cómo los pequeños ojos rojizos de la paloma se nos clavaban en lo más hondo.

Ella creía que no, que no íbamos a ser capaces  de entender tanto misterio, tanto amor y tanto fulgor a la vida que, ante nuestros morros, se presentaba tan desnuda, tan bella, tan completa, tan bien ilustrada y majestuosa. Una vez más, como habría dicho Alberti, “se equivocó la paloma / se equivocaba”. 

Probablemente aquella misma paloma blanca, que ignoraba absolutamente que Rafa y yo la observábamos, habría clavado esa misma mirada en otro paciente en días anteriores. Probablemente, la paloma blanca, habría desnudado el alma de quien en los días pasados, que estaban cargados de penalidades e ilusiones vanas, arrojaban alicaídos un último examen a la vida aquella. Probablemente, la paloma blanca, creyéndose ignorada por quien a través de la ventana que daba al mar miraba desahuciado ya, creyera que  los humanos no creemos en esos cuadros que, pintados por la mano maestra de la naturaleza, lucen orgullosos para nuestros ojos y nuestros corazones. Nuestro parque interior está a rebosar de ese tipo de inyecciones que, como no son capaces de curar las otras, nos introduce en el interior las dosis suficientes para creer, y dar por hecho, que aún estamos vivos, que aún nos inflamos los pulmones de aire frío y que la retina de nuestros ojos es capaz de llevar a lo más hondo de nuestro ser los misterios de una vida cargada de tanta belleza. Una belleza que, por  excelencia, aún permanece inquebrantable a través de una ventana de hospital.

Antes de tomar el vuelo, la paloma blanca, nerviosa, miró hacia abajo, luego hacia la derecha y al poco a la izquierda. Creo que sin querer hacerlo, lo hizo: de nuevo nos devolvió la mirada ingenua preguntándose si la observábamos.

Fíjense, pero creo incluso que la paloma blanca sabía perfectamente que la contemplábamos. Que admirábamos toda su aparente belleza y que en el gorgojeo de su pecho poblado de pelusas blancas veíamos la impaciencia en responder a su pregunta: ¿Me veis? ¿Me estáis observando? ¿Sabéis lo que significo en un día como hoy? Pero Rafa y yo no movimos ni un solo dedo. No dijimos nada y no quisimos responderle.

La paloma blanca dejó de mirarnos. Y nosotros a ella. De un astuto saltito emprendió el vuelo. Desapareció. Probablemente, lo que la paloma blanca no sabía era que a mi amigo y a mí ella y su color nos importaba un cojón de pato. Porque a pesar de simbolizar –por obra y gracia del hombre que hace guerras– la paz, ella no se posa sobre el alféizar de ninguna ventana palestina.

Y que la masacre de Gaza en Bilin ha dejado, bajo su manto de plumas inmaculadas, centenares de muertos y miles de heridos. La paloma blanca se equivoca. La paloma blanca no volverá a buscar nuestros ojos porque, con nuestro silencio, fuimos capaces de responderle. No, paloma, no. No te observábamos a ti, sino a la vida. Ésa que, a través de la ventana de un hospital, se presentaba más pura y menos arrogante que tú.

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